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Sueño sólido

Nicanor Aráoz

ARTE

La instalación de Nicanor Aráoz en el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires está conformada principalmente por varias esculturas a gran escala que cuelgan del aire y que pueden agruparse en tres grupos: los remolinos deshechos de color rojo y negro, las cadenas de luces de neón, y una suerte de rueda con seres antropomórficos que parece estar haciendo equilibrio para no caerse y tapar la entrada a la sala. Si bien hay otras piezas, son estas las que capturan la atención del espectador en el primer pantallazo. Para recorrerlas, hay que esquivar una plataforma que zigzaguea en el centro de la sala como la serpiente edénica, seduciéndonos con un más allá del conocimiento porque sobre ella se despliegan objetos y materiales que remiten a la imaginería del artista. Si caemos en la trampa didáctica, podríamos desplazarnos fácilmente hacia lo monstruoso de las películas de terror, al guiño de la tecnología retro e incluso hacia obras de arte exhibidas en diferentes contextos. Basta poner una imagen al lado de la otra como haría Aby Warburg y hacerlas formar serie. Pero me interesa detenerme antes de eso. Alejarme de la genealogía de las piezas para gozar con su ser ahí desde una primera intuición. En ese instante en el que pude percibir aquel conjunto heterogéneo de materialidades como un universo lleno de sonido y de furia, que descolocó mi percepción humana abriendo líneas de fuga: hacia lo microscópico, lo intergaláctico, lo sonoro y lo animal.

Si bien las esculturas se imponen en la sala por su gran tamaño, el efecto que causan es el contrario: lejos de sentirme habitando entre gigantes, fui yo la que me empequeñecí repentinamente como una Alicia en el país de las maravillas hasta caer en un mundo de miniaturas. Y entonces pude ver. Pude verlo todo. Las cuatro cadenas luminosas de neones que hilvanaban el espacio manteniendo el techo y el piso unidos se replicaban como el ADN de un modo viral, aquí y allá, haciendo metástasis. También los restos orgánicos se multiplicaban entrando en contacto con los remolinos color sangre y muerte, cuyo material viscoso llevaba a pensar en un ser alienígena irrumpiendo desde otra dimensión. Recién al llegar al fondo de la sala pude ver una rocola y entendí de dónde llegaba la música electrónica que venía escuchando intermitentemente a todo volumen. Detrás de ella brotaban unas alas transparentes que dejaban ver el esfuerzo de la materia por abrirse paso y exteriorizaban el sonido en tanto presencia: la imagen oculta de las ondas sonoras hasta entonces invisibles. El dispositivo eléctrico que la mantenía inflada generaba una sensación climática muy particular, que pude sentir en el agobio al respirar, en los pelos inflados como una nube por encima de la cabeza y en los remolinos de las orejas, tocándome íntimamente. Todo a mi alrededor estaba suspendido en el aire y yo también empecé a flotar sin saber cuál era el arriba y el abajo de la exhibición, si es que acaso lo tenía. Lo más inquietante era la falta de estabilidad de aquel universo que, por el contrario, estaba en expansión, como si justo antes de entrar hubiese estallado un big bang y frente a mí comenzaran a cobrar forma la materia, el espacio y el tiempo.

De pronto, a la velocidad de la luz, cambié nuevamente de tamaño y aterricé. Volví al Antropoceno y a lo humano como único punto de vista posible. La moto, los pantalones de cuero, el traje de espadachín y los demás objetos ready made desplegados en la plataforma en la mitad de la sala ejercieron la tiranía del sentido, alejándome de ese torbellino misterioso de vida indescifrable. Recorrí la sala una última vez como recién despertada de un sueño que poco a poco iba olvidando. Hasta que mirando hacia el techo vi una obra que también me miró desde una pose algo ridícula y con un dejo de humor. Se trataba de un afiche enorme colocado en el techo, de modo que había que pararse debajo para ver la imagen que reproducía: una comadreja fotografiada mirando a cámara. Nos quedamos así unos minutos, imantadas. Su mirada me atravesó como si fuera la verdad reprimida dentro de la exhibición. Al irme pensé que tal vez entonces lo único real era esa comadreja asomada a ese universo en el que caemos cuando entramos a la sala, mirándonos desde arriba sin juzgar, como se mira a las cosas insignificantes.

 

Nicanor Aráoz, Sueño sólido, curaduría de Lucrecia Palacios, Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, 30 de octubre de 2020 al 6 de junio de 2021.

25 Feb, 2021
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