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To Fix the Image in the Memory

Vija Celmins

ARTE

A la extraordinaria retrospectiva de Vija Celmins que puede verse en Nueva York hasta mediados de enero conviene ir con tiempo y olvidar la cámara de fotos. No hará falta. Hay prodigios inesperados en los dos pisos que le dedica el Met Breuer y respuestas mudas a preguntas de lo más actuales: ¿cómo afinar el foco para ver lo que no vemos? ¿Cómo mirar más allá del entorno cotidiano y recalibrar el lugar del hombre en el universo? Celmins, que nació en Riga (Letonia) en 1938 pero emigró con sus padres a Estados Unidos a los diez años, lleva más de cuatro décadas demostrando que es posible en el espacio modesto de un plano.

A fines de los sesenta dejó atrás la serie de cosas comunes que había retratado en una casi invariable gama de grises sin salir de su estudio —una lámpara, un ventilador, una televisión, una estufa—; relegó los aviones, trenes, autos y explosiones de la Segunda Guerra que había pintado a partir de recortes de diarios y revistas, y abandonó incluso los dobles escultóricos XL de cosas triviales —un peine, un goma, un lápiz—, para abocarse a una tarea mayor, quimérica, que el Met despliega en otro piso: la figuración visible del infinito. Mucho antes de que sonaran las alarmas planetarias, sorprendentemente ajena a la efervescencia festiva sesentista, Celmins se consagró a coleccionar imágenes de océanos, desiertos, cielos nocturnos y galaxias, para “redescribirlas” celosamente en dibujos, grabados o mediatintas, con un grado de ilusionismo tal que sólo observándolos con atención se distinguen de una foto en blanco y negro. Pero basta pararse frente uno de sus muchos océanos para apreciar la victoria de la mano frente al facilismo de la cámara, su orgullosa inmunidad a la reproducción mecánica, las selfies y el Instagram. Porque sólo ahí, a medio metro de distancia, demorando la vista sobre esos rectángulos de océano, desierto o cielo estrellado, se toma conciencia del tiempo invertido para transcribir una partícula ínfima de océano, desierto o cielo estrellado, y luego de la extensión incalculable del desierto, el océano, el cielo estrellado y, por fin, de la dimensión incalculable del universo. Su confianza en los poderes del arte, de hecho, no tiene límites. En un rapto todavía más desmedido de audacia, juntó once piedras en Nuevo México y dedicó cinco años a crear once copias exactas (To Fix the Image in Memory), fundidas en bronce y luego pintadas devotamente hasta volverlas dobles perfectos (remade ready-mades) de las piedras originales.

En la genealogía de la empresa loca están Duchamp, Morandi, los grises de Jasper Johns y hasta los dobles indiscernibles de Andy Warhol, pero sobre todo los desvelos de Cézanne, que podía dedicar cien sesiones de trabajo a una naturaleza muerta o un paisaje. También Celmins puede invertir semanas o años en un océano, no para copiar, traducir o imitar la naturaleza, sino para reinventar la relación del hombre con lo visible, recuperar su extrañeza, pintarlo como si nadie nunca antes lo hubiera visto, pensado o pintado. Y si Cezanne paralizó toda efusión humana (“el paisaje carece de viento”, observó Merleau-Ponty, “el agua del lago de Annecy de movimiento, los objetos son gélidos y balbuceantes como en los orígenes de la tierra”), Celmins vacía el cuadro de humanos para retratar sus océanos, cielos y desiertos en una especie de limbo, tal como supuestamente existieron antes y existirán después del paso del hombre por el planeta. Su personalísima iconografía del infinito evoca la insignificancia del ser humano frente a las grandes fuerzas naturales, pero la tensión de la mano presente pero invisible la aleja del dramatismo o la expresividad del arte sublime, y la acerca a la escala humana. Late una desazón sin nombre frente a la imagen, una especie de nostalgia anticipada que está quizás en el origen del deseo de fijarla: “Me enfrento con una imagen gigante en un espacio muy pequeño”, dice, “y hago que se quede allí para que estar allí parezca inevitable y esté allí para siempre”.

Se enfrenta, se diría, a la inconsistencia ontológica de los “hiperobjetos” de la que habla Timothy Morton, y sin embargo su amalgama de figuración y abstracción es capaz de concebir un todo más pequeño que las partes, fijarlo y volverlo visible en un tiempo fuera del tiempo. Las once piedras pintadas, por caso, se vuelven precursoras ancestrales del ready-made, anteriores al urinario, las latas de cerveza, las cajas de jabón Brillo y el ser humano mismo. A su modo, retirada en su estudio, distante del mundo del arte, Celmins anticipa la ambición del materialismo especulativo, que quiere salir de uno mismo, deshacer la correlación entre ser y pensar, y redimensionar el lugar del ser humano en el universo.

Con la misma atención a las superficies de sus contemporáneos, los pop, pero en las antípodas de su transfiguración multicolor de la cultura de consumo, la mirada de Celmins, templada con los recuerdos infantiles de la guerra y el exilio, es más escéptica y quizás por eso más visionaria. “Los dialécticos más agudos son los refugiados”, decía Bertolt Brecht. “De los menores indicios deducen los máximos acontecimientos”.

 

Vija Celmins, To Fix the Image in the Memory, curaduría de Ian Alteveer y Gary Garrels, The Met Breuer, Nueva York, 24 de setiembre de 2019 – 12 de enero de 2020. 

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