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Como objeto sacrificial de atención, Ana de Armas es la principal beneficiaria de algo que a Andrew Dominik, director de Blonde, le fascina, pero que el espectador puede llegar a vivir como un límite, como un peso agobiante, aun cuando se dé cuenta de que hay mucha eficacia en todo el asunto. Dominik disfruta concentrando dolor y sufrimiento, cosiendo todos los fragmentos de carácter negativo de la vida de Marilyn Monroe, y parece orgulloso de eso porque la apariencia que logra es la de un sistema cerrado y perfecto, como de cámara de tortura artesanal. Y es ahí donde la entrega de Armas se vuelve imprescindible, porque esta película no hubiera podido hacerse sin su capacidad para acercarse a la diva construyendo sobre su tragedia otro personaje casi místico, como de víctima medieval, y manteniéndolos ajenos el uno del otro. Ese es un mérito que le corresponde exclusivamente a ella, aunque Dominik tienda casi siempre a considerar a su actriz una especie de estorbo mimético necesario en ese circuito laberíntico de maltratos potentemente construido como pieza “de autor”.
No es que haya algo intrínsecamente nefasto en regodearse en ese dolor. Al que le interese lidiar con la biografía de la Monroe, tiene que hacerlo con ese elemento incluido. El problema es que Dominik —que tiene un talento inusual para la composición de planos bellísimos— no sabe emplear ningún otro factor para medirse con el ícono que no sea ultrajarlo, tratar de romperlo en mil pedazos. Billy Wilder dijo de Marilyn que era una gran actriz pero que se la pasaba llorando, y a Dominik parece sólo interesarle este último aspecto. Norma Jean Mortenson siempre fue más linda (al menos en el cine) en blanco y negro que en colores, pero las oscuridades fuertemente contrastadas de la película de Dominik sólo tienen el tipo de textura que pertenece a la muerte. Difícil recordar otra película donde la violencia y el sufrimiento regulen de forma tan constante la relación con el personaje principal, y en la que el narrador tenga tan poco pudor para disponer las cosas al arbitrio exclusivo de las cicatrices físicas y emocionales. En el casting para Niebla en el alma (1952) —que es, por lejos, la mejor actuación de la carrera de Marilyn Monroe— alguien la describe como “una paciente psiquiátrica”, en una nueva denigración que le quita al pin-up indefenso el único tipo de virginidad que conserva, y que sólo puede recuperar cuando canta o habla. Es un gesto arbitrario, un poco grosero, pero que muestra con claridad el eje pornográfico de toda la película y el ensañamiento con la rubia, que antes había citado a Dostoievski sólo para causar risas cínicas a su alrededor, como si hubiera abierto una puerta equivocada o hubiera buscado refugio en un lugar que no es para ella.
Blonde no puede funcionar sin ese tipo de procedimientos, sin convocar permanentemente el suplicio a fuerza de una pietà preciosista que termina alumbrando un cosmos narrativo desparejo, pero que para Dominik no hubiera podido ensamblarse de otra manera. El poder de todos y cada uno de los planos que filmó da a entender que nunca tuvo dudas. Explorar los traumas del pasado de Marilyn Monroe —algo con lo que ella misma estaba obsesionada y que, probablemente, terminó costándole la vida— requería hacer del dolor y el sufrimiento psíquicos un prodigio técnico, escribir y concebir cada escena de forma tal que no hubiese respiros para una criatura que nunca pudo ser pensada por sus contemporáneos fuera del mundo de fantasía que ella misma creaba a su alrededor con su mera presencia, y en el que la belleza física pasaba por el sonido de su propia alma aleteando de felicidad. Hasta cierto punto, esa obsesión por cruzar hacia el otro lado de la biografía de Marilyn libera a Blonde de la obligación de narrar, y lo que queda es un alarde fotográfico con poco espacio para la mirada, el cuerpo y el corazón de Norma Jean Mortenson, su presa de desquite.
Blonde (Estados Unidos, 2022), guion de Andrew Dominik a partir de la novela de Joyce Carol Oates, dirección de Andrew Dominik, 167 minutos, disponible en Netflix.
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