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El procedimiento es simple, pero la operación que lleva a cabo es muy compleja. Manuel Abramovich contrató a un grupo de trabajadores sexuales rumanos en un club gay de Berlín, el Blue Boy, y les pidió que contaran alguna experiencia o hicieran alguna reflexión en torno a su trabajo. Grabó en audio estas declaraciones, que duran en promedio unos dos minutos. Luego, los sentó uno a uno frente a la cámara, mirando directamente hacia ella, y los filmó mientras escuchaban su propia grabación, sin hablar. El resultado es un corto de unos dieciocho minutos en el que vemos, en ordenada sucesión, a siete chicos en la barra del Blue Boy, en riguroso silencio, mirando a la cámara (y a Abramovich) mientras se escuchan a sí mismos contarle a la grabadora (y a Abramovich) su historia.
Es lo único de ordenado que tiene la película, cuyo mecanismo secreto para generar en el espectador ese tipo de incomodidad que se traduce en un aguijoneo de la atención es el de ofrecer una profusión de mezclas. En el nivel anecdótico, mezcla de tonos, géneros y estilos en las historias de los chicos. Si bien el formato es siempre dialógico, los interlocutores son muy variados. La primera persona, la del rostro que estamos viendo en pantalla, le habla a una segunda persona, diferente en cada caso, y sólo unificada vicariamente por el triángulo que creamos como espectadores con Abramovich y con el lente de la cámara. Así, uno negocia con un cliente, otro le da consejos a un compañero que se está iniciando en el métier, otro justifica su comportamiento frente a una no identificada entidad acusatoria. El que más parece conmoverse frente a su propio relato le habla a un antiguo amante y esconde en términos de fracaso romántico una historia de pedofilia. El narrador más sofisticado no le habla a nadie, sino que recuerda y recrea para nosotros un diálogo extorsivo con la policía. En un nivel más formal, mezcla de idiomas —sobre todo rumano, pero también alemán, algo de italiano, algo de inglés (los subtítulos, desafortunadamente, allanan esta variedad)—; mezcla de expresiones y estados emocionales —los de las inflexiones de voz en el audio, los de los rostros, los de los ojos, muy pocas veces redundantes—; mezcla de funciones actorales: hablar, callar, contar, contar con el habla, contar con el rostro y el cuerpo, escuchar, reaccionar; mezcla (o aquí quizás convenga decir “superposición”) de tiempos —el de hablar y el de escuchar, el de ser grabado y el de ser filmado, el de estar o no frente a la cámara—.
Sin embargo, la más sutil y provocadora de estas mezclas, la que se da entre verdad y mentira, vida y ficción, realidad y fantasía, deriva directamente del trabajo de estos chicos. Porque ¿hay alguna diferencia entre su trabajo sexual cotidiano y el que están haciendo para la película? El conflicto se despliega más claramente en los dos casos en que el mismo Abramovich se perfila como la segunda persona del discurso de los actores. La primera secuencia nos muestra quizás al más joven de los “entrevistados” mientras se escucha leer el contrato que ha firmado para la película y exhibe así —con etimológica obscenidad, en tanto el dato corresponde al “fuera de escena”— los términos de este trabajo temporario. Hacia el final, sobre los créditos, la tensión se cierra (o más bien explota) con el audio “clandestino” de uno de los contratados. Disconforme con el nivel de manipulación de la película, exige su dinero con la queja: “Me pidió que cuente la historia sobre Italia y lo hice. ¡No soy actor, joder!… No pienses que cuando le pagas a un chico para hacer algo con él, el chico debe hacer algo que no le gusta, o algo que no se hace”. Blue Boy no es la primera película en equiparar el trabajo para la cámara con el trabajo sexual, pero la intensidad con que lo hace es muy audaz y decididamente convincente.
Blue Boy (Argentina/Alemania, 2019), dirección de Manuel Abramovich, 18 minutos, disponible en MUBI.
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