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La última película de Paul Verhoeven comienza como una de Darío Argento: hay violencia sexual, una agresiva figura vestida de negro y un gato pardo que lo observa todo con una curiosidad demoníacamente concentrada. La diferencia es que el asunto no se resuelve (como suele hacerlo el genio italiano del giallo) con una muerte hipercromática y sanguinolenta, sino todo lo contrario: con una especie de renacimiento (o retorcimiento) interior que la protagonista, vejada ya desde la banda sonora, parece utilizar como trampolín mental. Y decimos “parece” porque la extrema ambigüedad de Elle tiene poco que ver con la psicología cuarteada de una Isabelle Huppert rebotando entre las paredes de su propio desierto interior, y mucho con una celebración inflacionaria del propio ego de Verhoeven, cineasta de derecha (a pesar de La lista negra) capaz de producir genialidades con esa ideología (Robocop, El vengador del futuro, Starship Troopers) pero que, a esta altura de los acontecimientos, podría decirse que “abusa” (palabra no exenta de connotaciones problemáticas tratándose de un film puesto en marcha por una violación) de su condición de europeo provocador gritando cosas que acaso el Hollywood donde filmó lo mejor de su carrera no le permitiría ni siquiera susurrar. No se trata de horrorizarse con los temas o las formas (las variaciones coitales siempre fueron brutales en las películas del holandés, recuerden las tijeras de El cuarto hombre o el picahielos de esa pavada valijera que era Bajos instintos), sino de cuestionar el uso de estos como herramientas de escarmiento no se sabe muy bien de quién, si de la protagonista o del espectador. Y si Verhoeven supo hacer un film pornográfico sin sexo (la acaso subvalorada Showgirls, especie de exploitation efímera y superficial como una golosina para viciosos, juzgada en su momento como una de las peores películas de la historia pero terriblemente disfrutable, hoy, desde cierta culpabilidad cutre), hay que decir que su visión global del tema está más cerca de la provocación fácil de Sharon Stone cruzando las piernas sin bombacha que de tratados ultrasofisticados y hemorrágicos como los de Crash (1996). La referencia que hacemos no es gratuita: los buenos momentos de Elle (que son pocos) parecen un Cronenberg menor, atenuado por sensacionalismos y trucos libidinosos varios, que podrían pasar por desbordes si no fueran, pura y simplemente, ordinarios y carentes de profundidad. Para pasar por sobre lo políticamente correcto, Verhoeven dibujó un extraño teorema: demostró que se puede ser estéticamente fascista aun en esta sobremodernidad que todo lo positiviza, haciendo un film (a)moral y peligroso que algunos —y principalmente algunas— podrán considerar ofensivo, pero que es, en el fondo, un enorme truco especulativo, casi irritante por lo ostentoso y burdo de su regodeo en el suplicio. Sobre este tema hay películas peores, es cierto (vean, sino, La pianista de Michael Haneke), pero todavía se pueden rastrear genialidades como Bitter Moon (1992), de Roman Polanski, esa especie de autopsia personal que se infligió el polaco (otro exiliado en decadencia, como Verhoeven) y de la que ya casi nadie se acuerda.
Elle (Francia/Alemania/Bélgica, 2016), guión de David Birke a partir de la novela Oh… de Philippe Djian, dirección de Paul Verhoeven, 130 minutos.
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