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En pandemia, Gustavo Fontán le hizo caso a Tolstoi y se propuso filmar cuatro películas. Su misión: pintar la propia aldea para ver el mundo. Del natural. Cuaderno de trabajo es la reescritura de las notas para realizar dos de ellas, Del natural y Árboles y pájaros.
La piel del libro, su tapa, es rugosa, aunque sobre ella, cual capa protectora, tiene una fina hoja de calcar; el lomo, un anillado (después de todo, es un cuaderno); y el corazón de este animal del bosque (todo libro, al fin y al cabo, lo es) late al compás del diario íntimo (en diálogo, entre otros, con su padre y con un amigo), del block de notas de un cazador solitario y, sobre todo, de la libreta de este poeta de la luz que guarda reflexiones (Julian Barnes, Agamben, Deleuze), versos (Anne Carson, Alicia Genovese, Olga Orozco, Pavese, Bayley) y enseñanzas de pintores (Turner, Delacroix, Kandinsky, Cézanne).
Se filma sobre el tiempo que huye y se escribe, aunque creamos sobre piedra, siempre sobre agua. Fontán nos lo recuerda al entreverar, en este libro otoñal, hojas de calcar que llevan impresas flores y hojas de árboles que ha recogido mientras filmaba, y también su trazo manuscrito (como hace Raúl Perrone, que publica textos de su puño y letra, pero en redes). Ambos, hojas naturales y trazo humano, son resabios de lo fugaz con aura prestada por la trasparencia de un soporte nunca mejor elegido.
Ahora bien, todo libro impide el escroleo. Este compendio de estética, este muestrario de una poética (la del director y sus precursores), esta trinchera contra la huida hacia adelante en series y reels, contra la lectura veloz en hipertexto-laberinto y la escritura “automática” con teclado o en superficie táctil (los surrealistas se revuelcan), más que ninguno. Como los cuadernos de Hawthorne y los de Ponge, como cualquier libro de poesía, este libro de horas de nuestro Andrei Rublev obliga a leer una página, levantar la cabeza y dejarse llevar por el efecto (zen) de despojamiento y de unión con la materia.
A la inmanencia de la pantalla, Fontán le opone la trascendencia de lo realmente vivo. Prueba ver cómo resuenan en él los relámpagos detrás de un ficus, la lluvia al caer, el murmullo de un muro de un hospital y el de los techos de un geriátrico que, como tantos —siempre que no los vele el algoritmo—, son signo y llamado, más aún, como aquí sucede, cuando el velo real y concreto es una hoja de calcar que invita a ver, en primer plano, la hoja de un bosque y el trazo de la mano que escribió el libro, y en segundo, a leer un poema, una reflexión, un recuerdo.
En contigüidad con su cine, Fontán tiene la “convicción de que lo que tenemos frente a nuestros ojos es inagotable”.
Para él, ver es alumbrar con el ojo, alumbrar un mundo que “nunca se te hará completamente familiar”, según apuntó de Thoreau.
Pero Fontán sabe que ese ojo nunca es virgen, siempre es llevado por alguien o algo para que vea y no.
De ahí lo importante de este libro revelador y de una edición que, en su apuesta material y ludita, resabio de copistas medievales y reverso de la pantalla como caída libre en el vacío, insiste por la pieza única e irrepetible. Como su predecesor, Maraña (2020), Del natural. Cuaderno de trabajo también lo es.
Gustavo Fontán, Del natural. Cuaderno de trabajo, VerPoder Ediciones, 2022, 89 págs.
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