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El último par de décadas nos ha ofrecido una multitud de versiones femeninas de series de televisión y películas de género que hasta entonces habían sido el vehículo primordial de una imaginación masculina —muchas veces misógina, la más de las veces llanamente machista, pero siempre masculina—. En una suerte de impulso de rectificación del imaginario popular, hemos visto westerns con vaqueras y pistoleras, películas de terror con monstruos y héroes femeninos, películas de superheroínas, cine de acción protagonizado por mujeres duras, hasta asesinas seriales. Desafortunadamente, el entusiasmo que pueda generar en principio este esfuerzo en pos de una representación más justa, diversa y menos perniciosa (punto clave hoy en la agenda cultural de Estados Unidos, desde donde se generan gran parte de estos relatos) se diluye cuando caemos en la cuenta de que por lo común, e independientemente de la calidad general del producto, se trata sólo de meras versiones femeninas, construidas mediante un mecanismo tramposo: invertir el sexo de los personajes, pero dejar el resto tal cual. Así, los esquemas perviven, aunque sea una actriz quien los encarne: perfecta puntería, fuerza y resistencia sobrehumanas, insaciable apetito sexual, hasta la mente fría o el desapego afectivo que había sido hasta hace poco exclusividad del héroe masculino. Nada de esto sería demasiado problemático (a fin de cuentas, así se construye el engranaje de muchos géneros narrativos) si no viniera de la mano de la pervivencia mucho más nociva del male gaze. La perspectiva hegemónica que dispone en función del placer masculino heterosexual la representación del mundo y sobre todo del cuerpo de la mujer en las artes visuales fue descripta y denunciada por la teoría feminista en los setenta, y desde entonces adoptada y normalizada por la crítica cinematográfica. No cuesta demasiado identificar esta mirada masculina como ordenador privilegiado de la mayor parte de esas versiones femeninas, incluso de las que cuentan en sus créditos con directoras o productoras. El caso de la comedia romántica, género también expresivo de un logos masculino y moldeado por el male gaze, ofrece sin embargo otros desafíos: con su ajuste a un mercado principalmente femenino, contiene también el modo en que el deseo masculino imagina a las espectadoras.
Todas estas tensiones están presentes en La peor persona del mundo de Joachim Trier, y son resueltas de un modo nuevo —quizás se trata de una película que aborda un género hollywoodense desde afuera—. La historia de Julie (Renate Reinsve, premio a mejor actriz en Cannes por este papel), una mujer de treinta y tantos en el Oslo de hoy, se cuenta en un tono que combina el Bildungsroman (somos testigos de su formación y crecimiento), el diario íntimo (nos enteramos de sus dudas, deseos, algunos secretos) y las memorias (aparece esporádicamente una voz en off que parece hablar desde la madurez futura de Julie). Pero el grueso del relato se enfoca en dos de sus frustradas relaciones de pareja, con Aksel (Anders Danielsen Lie, colaborador frecuente de Trier) y Eilvin (Herbert Nordrum), ajustándose al molde narrativo de la comedia romántica —ese género actualmente en crisis, cada vez menos popular, quizás cada vez menos relevante—. Si entendemos que el título de la película identifica a su protagonista (y hay algunos gestos en ella que nos autorizan, como el comentario descarnado que le hace sobre su falta de ambición a Eilvin, quien sólo atina a balbucear: “Eso que dijiste es tan hiriente. No sé cómo contestarte”, por no hablar del gesto aún más cruel que tiene con Aksel en su momento de mayor vulnerabilidad), tenemos desde el vamos un personaje inadecuado a la comedia romántica (¿qué empatía podría despertar en la hipotética espectadora ilusionada la heroína más mala del mundo?), pero a la vez el primer indicio de que la deconstrucción que Trier intenta aquí tiene que ver con los roles de género, pero no con el género de los roles: la película tiene la valentía de cuestionar, esquivar y derrocar cada uno de los lugares comunes de la felicidad burguesa cinematográfica, que la comedia romántica acostumbra depositar en el destino de su protagonista femenina. Así, Julie elige no construirse a sí misma por vía de su carrera, o del amor romántico, o de la familia, ni siquiera de la reconciliación con su padre (tal vez el asunto más sutil y profundamente discutido en la película). Su personaje termina siendo mucho más radical que el de una “mujer empoderada” por ocupar (gracias a un gesto de patente condescendencia) el lugar de un personaje masculino.
Siempre me parece injusto señalar, en un desplante subjetivo, de qué modo hubiera sido mejor una película y lamentar que el director no se encaminara hacia eso, pero no lo es celebrar las decisiones que lo llevaron a evitar con éxito desperfectos, perogrulladas y blandenguerías. La peor persona del mundo está llena de estas decisiones.
The Worst Person in the World (Noruega, 2021), guion de Joachim Trier y Eskil Vogt, dirección de Joachim Trier, 128 minutos.
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