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Por primera vez desde Boogie Nights (1997), los personajes de Paul Thomas Anderson vuelven a sentir la felicidad agridulce de una época que se termina, y a permitirse entre ellos ese tipo de interferencia emocional que sólo crece entre los que se saben unidos por una misma unidad del deseo. Tomados por una melancolía fluorescente, por una sensación de belleza y juventud eternas, alojan esa alegría entre los huecos de sociedades en quiebre y se las ingenian como pueden para mantenerla indemne en su interior, haciéndola respirar a través del compromiso con el otro y la pureza de sus actos. En California, en el Valle de San Fernando, en 1973, Gary y Alana se conocen, se acercan y se alejan, cambian de velocidad y rebotan entre ellos como esas pequeñas bolas de acero que van y vienen por los tableros luminosos y troquelados de los pinballs, todavía prohibidos pero a las puertas de conseguir legitimidad. Esas máquinas brillantes y estridentes son la última escala de una serie de negocios que Gary (que tiene quince años de edad y una habilidad llamativa para los “emprendimientos” comerciales extravagantes) monta para conquistar, mantenerse cerca y celar a Alana, que tiene veinticinco, toma fotografías para el anuario escolar y quiere salir al encuentro de la vida, aunque no sepa muy bien cómo hacerlo.
En Licorice Pizza, el peso de la edad es la medida del amor, y quizás por eso la película puede ser tan liviana y profunda a la vez, tan sutil y flotante como para que el andamiaje formal específico del cine de Anderson —la pantalla ancha, los elaboradísimos movimientos de cámara, el exuberante diseño de producción— se transporte entre las escenas con una fluidez de música pop, que logra que cada plano se funda y desaparezca en el siguiente a base de armonías de mar de verano. Desde la primera escena, Licorice Pizza deja en claro que ahí, en ese interior de peluche y celofán, Gary y Alana están “a salvo”, protegidos de todo (de sus padres, de Nixon, de la transición obligada hacia una adultez que no puede ofrecerles nada que ya no tengan) y con todo el tiempo del mundo para descubrirse. El equilibrio que encuentra el cine de Anderson para narrar esa historia es una forma de preservar esa experiencia, de acondicionar el tono para disponer de las pasiones de sus personajes sin caer en el cinismo que caracteriza a buena parte de la generación de directores a la que él mismo pertenece. La felicidad que deriva de ese trato hacia sus criaturas depende siempre de las decisiones estéticas que se toman para narrarla, que se imponen donde el director decide y no dónde la lógica seriada de la narración actual determinaría. Sólo así puede lograrse que la crisis del petróleo que empezó a terminar con el American Dream se convierta en palanca narrativa de algo que parece una comedia romántica, pero que nunca aspira a ser sólo eso.
El mismo empeño en volver sobre ciertos territorios de la memoria sentimental y una confianza casi panteísta en el poder de la puesta en escena emparentan las últimas películas de Paul Thomas Anderson y Quentin Tarantino. Licorice Pizza termina antes del desastre, corre la cortina y nos deja quedarnos con la sonrisa pintada en el rostro ahí donde Érase una vez en Hollywood teñía las almas de tristeza y confirmaba que, a partir de allí, la felicidad y la esperanza sólo podrán ser alimentadas por las fuerzas privadas (es decir, personales) de la memoria. Ambos son lo suficientemente lúcidos e inteligentes como para reflexionar sobre la extinción de un tipo de sensibilidad sin renunciar a la ambición de construir grandes obras que necesiten de ella para ser comprendidas. Sombras cinéfilas los dos, recuperadores creativos de tradiciones del espectáculo que murieron sin dar todo lo que podían, son fruto de un mismo placer por el recuerdo, magos que siguen proponiendo detener la mirada ahí donde la vista contemporánea se está acostumbrando a correr para estrellarse contra el siguiente plano, contra el siguiente capítulo, contra la próxima temporada. Como gemelos separados al nacer, filmaron y homenajearon (casi en la época equivocada) las dos últimas grandes décadas del cine norteamericano; crearon enormes obras de arte que son como recuerdos hermosamente dibujados en servilletas abandonadas sobre las mesas de bares y cafeterías ahora desiertos.
Licorice Pizza (EEUU/Canadá, 2021), guion y dirección de Paul Thomas Anderson, 139 minutos.
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