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Parásitos

Bong Joon-ho

CINE y TV

La escena que abre esta fábula de Bong Joon-ho sobre los lujos cotidianos del 1%, el acceso a bienes y servicios exclusivos y la violencia en que deriva el deseo de ascenso social en su versión neoliberal (o sea, el aumento infinito del poder adquisitivo) sirve de primera ilustración del título. Una familia coreana de pocos recursos descubre que la red de wifi a la que ha estado colgada ha sido bloqueada con una contraseña. Inmediatamente sus integrantes recorren cada espacio del subsuelo en el que viven, celulares en alto, hasta encontrar otra red libre, disponible, ajena. Esta dinámica de “parasitismo” toma varias formas a lo largo de la película y termina por convertirse en el enigma básico que debe resolver el espectador: en la configuración económica de hoy, ¿quién es parásito de quién?

Un hábito de consumo incidental ilustra esta reflexión en el plano geopolítico. El hijo menor de una familia acomodada de Seúl, la otra familia que coprotagoniza la película, está encaprichado con los “indios”: usa un tocado de plumas de colores, pasa la noche en una choza (en rigor, un tipi) en el jardín y deja por cualquier rincón de su suntuosa mansión minimalista flechas con ventosas que el personal doméstico se encarga de recoger. O sea, como si fuera un niño de suburbio neoyorquino de los años cincuenta, está encaprichado con los indios del western clásico. Su madre subraya siempre con orgullo, como garantía de calidad o como legitimación del comportamiento del niño, que toda esta “utilería” —arco y flechas, vestuario, tipi— ha sido especialmente encargada de Estados Unidos. Los esquemas de parasitismo que pueden reconocerse en esta simple operación de consumo son sugerentes. Por un lado, reconocemos que el imaginario hollywoodense sigue ofreciendo modelos de comportamiento globales. Por otro, advertimos que el indio, sin rastro alguno del “heroico” vaquero, parece monopolizar la imagen de Estados Unidos en Corea. Pero a su vez este se revela como un deslizamiento acrítico: la opción por la figura subalterna no da cuenta de los nuevos relatos metropolitanos (léase corrección política) que entienden a ese indio como una construcción ofensiva y la censuran. Finalmente, toda esta acumulación de sentidos distrae de la muy fácil reconstrucción que puede hacerse, bien entrado ya el siglo XXI, de la irónica trayectoria que esta mercancía ha trazado en el mapa, aumentando en cada parada su poder simbólico: China – Estados Unidos – Corea.

Parásitos cuenta la historia de dos (o tres) familias cuya desigual posición económica puede deducirse de su respectiva posición física en la ciudad: los que viven en un subsuelo que se inunda con el agua de las cloacas se empeñan en ascender (en forma literal y figurada) hacia la mansión moderna de los barrios altos, donde una lluvia profusa ni siquiera anega el jardín. El eje vertical domina la articulación simbólica e ideológica de la película, cuyo resumen puede escribirse fácilmente usando sólo los verbos “subir” y “bajar”, y las escaleras son el Leitmotiv visual y parte del espacio vital de la narración. Estar arriba o estar abajo define todo en la película, desmintiendo en parte la invitación etimológica que hace el título a pensar en fuerzas que están “junto a” (tal el sentido del prefijo “para” en griego), no “encima” o “debajo”, y traduciendo casi mecánicamente la propuesta política de la película: la verticalidad hace explícita, por un lado, la estructura social de esa capital del capital global, pero por otro, también la estructura psíquica de los sectores que ocupan la cima. En una figuración también muy abierta del subconsciente de la clase privilegiada, el trauma inicial del niño obsesionado con los indios tiene origen en un fantasma que surge del sótano de su casa.

Es posible atribuir esta transparencia formal de la película coreana a la ausencia de un elemento que prevalece en otras narraciones recientes sobre trabajadores domésticos. En productos tan disímiles como The Help (Tate Taylor, 2011), Intouchables (Olivier Nakache y Éric Toledano, 2011) o Roma (Alfonso Cuarón, 2018), la especulación sobre el privilegio y la ocupación de posiciones relativas se estructura en torno a lo racial. Aquí, en cambio, esa tensión está totalmente ausente, y la película necesita echar mano de una artimaña para naturalizar la diferencia: los de arriba perciben en los de abajo un olor distintivo. Ese olor —y la repentina conciencia de emitirlo involuntariamente, sin siquiera percibirlo— termina por disparar la violencia explícita que alivia las tensiones acumuladas en dos horas de un relato cambiante, restaura el equilibrio entre el arriba y el abajo, y vuelve a poner en duda las identidades de huésped y parásito.

 

Parasite (Corea del Sur, 2019), guión de Bong Joon-ho y Jin Won-han, dirección de Bong Joon-ho, 131 minutos.

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