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Station Eleven

Patrick Somerville

CINE y TV

En la televisión estadounidense, el mundo siempre se está terminando. La premisa apocalíptica se remacha hasta la pulverización y cada programa debe batirse a duelo con el verosímil para agenciarse su porción de originalidad. Una serie rebalsa de zombis, otra de zombis que corren, una tercera presenta un planeta inundado, una cuarta dice que el planeta se secó, y los personajes subsistentes suelen ser unos pocos elegidos que se reparten franjas etarias, géneros, razas y sexualidades.

Station Eleven no escapa, en la superficie, a esta denominación de origen. Tras la disparada de una gripe furibunda, el 99,9% de los seres humanos muere en cuestión de días. No es mal momento para aclarar que la miniserie —formato cada vez más recurrente ante la saturación de las series de largo aliento, presagio de la impaciencia que el día menos pensado nos devolverá el gusto por las películas— se basa en una novela de Emily St. John Mandel publicada en 2014 y redefinida, por estos meses, como una hipérbole anticipatoria de lo que el coronavirus hizo con nosotros.

De una forma u otra, los pruritos de género se respetan sólo hasta el desenlace del primer capítulo, lacónico ya de por sí en términos de escenas fuertes. Apenas vemos una puesta de Rey Lear interrumpida por la muerte de su actor principal (Gael García Bernal), una aglomeración frente a un hospital de Chicago, la entrega de un cómic que pasa de mano en mano como un MacGuffin sin dueño, la compra de víveres por parte de un joven sin perspectivas (Himesh Patel) y la niña que interpreta a Gonerilda en la obra, y de pronto nos enteramos de que han pasado veinte años y que lo que se entendía por mundo conocido ya no existe.

Bienvenidos a la vida sin electricidad, comunitaria y empequeñecida. La geografía es de nuevo ancha y botánica y una compañía de actores y músicos llamada la Sinfonía Viajera la recorre brindando en cada asentamiento —la acción transcurre alrededor de los Grandes Lagos— puestas nocturnas de la obra de Shakespeare a la luz del fuego. El lema de la compañía es “Sobrevivir es insuficiente”, homenaje velado a Viaje a las estrellas y la novedad evidente que Station Eleven viene a inyectarles a los relatos de su tipo: ya no se narra la degeneración posterior al colapso, tampoco la épica reconstructiva, sino una adaptación humilde que se sostiene en algún elemento universal y sin tiempo. Shakespeare, una vez más.

Lo que no quiere decir que la nueva realidad no contenga sus peligros. La niña actriz es ahora una actriz adulta y cuchillera (Mackenzie Davis) y los bosques son territorio de lobos hambrientos y de las Bandanas Rojas, pandilla de salteadores y asesinos que parece salida de The Walking Dead, y que ocupa un rol secundario en la historia e incluso es ridiculizada en cierta escena metaconsciente. Mucho más ominoso es el papel que juegan el Profeta (Daniel Zovatto) y su cohorte de niños pospandémicos, sombras de la espesura que viven bajo la exégesis del cómic misterioso, aunque su ferocidad se licúa a medida que los flashbacks esclarecen las motivaciones y los traumas.

Lástima el final reconciliatorio, la necesidad de que cada personaje experimente un satori antes de que caigan los muchos telones. La última hora, acontecida en un aeropuerto vuelto santuario irrelevante, desprecia la adrenalina y propone diálogos sobre la memoria y el olvido, cajas chinas —la obra dentro de la obra al fin desplegada— y reencuentros impostergables. Quizás se trate de eso, de avanzar por una vez sin rencores ni violencia. Provista de una banda de sonido que eleva la anécdota —larga vida a Billy Callahan y A Tribe Called Quest—, en sus mejores partes Station Eleven aspira a una fórmula propia para hacer bastante más que sobrevivir.

 

Station Eleven, creada por Patrick Somerville, HBO, 2021, 10 episodios.

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