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Los amores de Andy Warhol

DISCUSIÓN

Netflix acaba de sacar un documental en seis episodios sobre la vida romántica de Andy Warhol durante los años setenta y ochenta. Fue producido por Ryan Murphy, creador de American Horror Story, American Crime Story, Pose y otras series, y dirigida por Andrew Rossi, prolífico documentalista. El producto resultante es un horror. La estrategia adoptada por los realizadores para contar la conmovedora historia de Andy Warhol, niño pobre, raro, tímido, feo y de provincia que acabó por triunfar en la metrópolis, es peculiar: pasajes de los Diarios de Warhol (un registro de las comunicaciones telefónicas que mantenía todas las mañanas con su asistente Pat Hackett), de sus entrevistas y de alguno de sus otros libros son leídos en voz alta por una simulación de la voz del artista realizada con inteligencia artificial, mientras que un grupo de comentaristas —antiguos colaboradores, críticas y críticos más jóvenes, dos o tres celebridades— nos hablan de los conflictos que el susodicho niño (porque nunca llegó a ser adulto) sufría y de la secreta amargura que siempre sintió. Una andanada de imágenes de archivo cae sobre nosotros, y en ocasiones vemos desde lejos o de espaldas a un hombre con una peluca como las que Warhol usaba, sentado en un clásico salón revestido de madera, hablando por teléfono, entreabriendo melancólicamente las cortinas o bebiendo una copa de licor. Y todo es acompañado por una música de hotel de lujo, de spa, de piano bar: arpegios chopinescos con una inflexión minimalista, violines suaves o dramáticos, jazz con bossa nova, joviales congas de crucero y, de repente, para ilustrar la época de oro de las discotecas, los Bee Gees.

A lo largo de seis horas Andy Warhol le consagra sus energías a obtener lo que los realizadores asumen que son las aspiraciones de todo varón gay: una pareja estable, dinero en el banco, un negocio que prospera, una vida sexual rica y saludable. Y una casa tan bien decorada como las del cineasta John Waters, el galerista Jeffrey Deitch o el editor Bob Colacello, que nos aseguran que el artista era genial, que es el precursor indiscutido de las estrellas de TikTok, que si bien a veces se metió con gente promiscua y destructiva, gente que estaba en la droga, mala compañía, era lo que llamamos un buen tipo. Para crédito de Netflix, hay que decir que el programa reconoce que Warhol en muchas ocasiones decía cosas que hacían sospechar de su estatura moral. Declaraba, por ejemplo, que el sexo no le interesaba en absoluto, invocando de ese modo al fantasma de una libido problemática. Pero los entrevistados nos convencen de que —si bien no paraba de repetirlo y sostenía que el asunto organizaba buena parte de su obra— no hay que creerle. Decía esas cosas porque sufrió mucho de chico, cuando vivía en un barrio de la clase obrera de Pittsburgh sintiéndose totalmente fuera de lugar, y eso lo dejó con miedo de exponerse. John Waters sugiere que el problema que lo hostigó toda la vida fue que no era capaz de aceptar su propia vulnerabilidad. Pero en el fondo quería lo que queremos todos. Es cierto que era un poco tonto, se confundía fácilmente y le costaba asumir su identidad, pero a pesar de su aspecto de marciano era como nosotros, un ser humano lastimado pero por lo demás normal.

A veces vemos a Warhol pintando o realizando alguna otra de las tareas que les ocupan el tiempo a los artistas, las cosas que hacen —el documental nos sugiere— para curarse de sus traumas infantiles y alcanzar la posición social a la que aspiran. Pero los realizadores no se detienen demasiado en estas actividades. Lo que les interesa son las vicisitudes de los grandes amores del artista, la dificultad de consolidar una relación duradera, la tensión entre el deseo de una vida doméstica y pacífica y las atracciones de la sociedad que le mostraba sus sinuosas tentaciones: los grandes temas de la narrativa romántica. La opinión general de los entrevistados es que aquello que tenemos que recordar cada vez que nos paramos frente a una obra de Andy Warhol es que era gay. Del mismo modo que los viejos críticos sociales identificaban la posición de clase de un escritor y anunciaban que habían encontrado la clave de sus libros, los críticos y críticas, las celebridades del mundo del arte, habiendo identificado que Warhol era gay, nos aseguran, cuasi-unánimes, que ese es el tema de la obra, que todo lo demás es cháchara. A partir de ese tema —proclaman— desplegó una obra a veces fúnebre pero casi siempre divertida, libre del lastre del arte denso y depresivo, pretencioso y difícil, antidemocrático de décadas remotas. Pero las pinturas, películas y textos que iba dejando en su carrera les importan muy poco a los realizadores. Y el coro de autoridades les asegura que está bien, que esos trastos farragosos son efectos secundarios, que la obra más relevante y duradera del artista consistió en componer el personaje gracias al cual logró entrar en los museos y la prensa. Pero esto no impidió que se sintiera siempre solo, y al final de los seis episodios la serie nos sugiere esta triste conclusión: Warhol no dejó nunca de buscar la felicidad y se quedó sin encontrarla. ¿De qué sirve tener una espectacular mansión en el mejor barrio, repleta de los muebles más macizos? ¿De qué sirve viajar cada dos meses a París? ¿De qué sirve ser el artista más famoso del mundo? ¿De qué sirve todo eso sin amor?

Los primeros diez minutos del último capítulo son los mejores de la serie: el editor, por un breve lapso, disminuye su frenética velocidad y nos deja ver fragmentos de algunas pinturas —sobre todo, piezas basadas en La última cena, de Leonardo— que son relativamente poco conocidas. Pero les sugiero que vean esta parte sin sonido, porque allí la música va elevando su nivel de crispación neo-romántica hasta culminar en algo así como un Ave María entonado por coros digitales que nos anuncian que el ángel tímido está por irse al Cielo. Atisbamos a un Warhol muy flaco tambaleándose a lo largo de sus últimos días, la voz robótica se vuelve carrasposa y su vivacidad decae, el actor que encarna al artista es arrastrado hasta el quirófano donde un doctor levanta un órgano sangrante. Warhol muere, los periódicos lo anuncian, y al episodio le quedan veinte minutos que dedica a relatar la defunción de los tres amores principales, a debatir sobre la presencia del sida en las últimas pinturas y, curiosamente, a poner en duda la fidelidad de la editora de los Diarios en que la serie está basada, de quien críticas, curadores, cronistas sociales y artistas sospechan que, anticuada y cobarde, habría omitido o agregado informaciones para ocultar, en lo posible, que su jefe era homosexual. En cuanto a los salones donde los célebres entrevistados siguen pronunciando conclusiones, están muy bien decorados y llenos de excelentes esculturas: uno quisiera estar en uno de esos sitios, como el actor que hace de Warhol en la sala revestida de madera de su carísima mansión, catando un lento vaso de bordeaux de la mejor cosecha y pensando en princesas y príncipes, en las invitaciones que hemos recibido y las fiestas que vamos a perdernos, decidiendo cuál es el mejor paso para hacer avanzar nuestra carrera, poniéndonos cada vez más sentimentales y preguntándonos si deberíamos ponernos a llorar.

 

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