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Si se dice de Lezama Lima que fue su jadeo asmático lo que fijó la forma de su escritura y que, como agrega Luis Chitarroni, hay tramos donde leer Paradiso implica hacerse la idea de que más que frente a un libro, se está frente a un río fangoso que debe ser navegado con entrega.
Es preciso señalar que la urgencia, la furia y el frenesí juvenil de Andrés Caicedo también se imprimen en la novela ¡Que viva la música! a la manera de un jadeo desesperado y componen un texto que exige que articulemos una estrategia similar de lectura: el ofrecerse a unas páginas cuya prosodia hilvana el monólogo con el baile, la conversación frenética con el sexo, el consumo de ácido con la violencia callejera.
Esta novela, que vio la luz originalmente en 1977 y que fue recientemente reeditada, recupera el relato de María del Carmen, cuyos desplazamientos podrían sintetizarse en la frase que resuena como eco sombrío durante todo el libro “Enrúmbate y luego derrúmbate”. El resultado es un texto singular cuya velocidad en determinados tramos bien se intensifica, bien se aligera o se detiene a la manera de una noche de baile colérico.
La protagonista forma parte de un club de lectura de El capital, se mueve sola o acompañada por amigos, amantes o camaradas, desfila por fiestas privadas o clubes nocturnos. Juntos comparten, como si de una cofradía se tratara, baile y sustancias estimulantes en partes iguales, principio organizativo de una vida espejada en la del mismo Caicedo, que sostenía, junto a su labor de escritor y crítico, la gestión de círculos gregarios como el Cine Club de Cali, lugar donde proyectaba su pasión por el terror o las comedias slapstick.
Imbuido de la furia de fines de una década signada por el desencanto, la abulia y la desconfianza en el arte para transformar el mundo, el texto puede también adquirir, sin embargo, en latigazos breves, la forma de un manifiesto con voluntad de abrevar del conjunto de voces de una generación cuyo malestar, asegura, inicia con el cuarto LP de los Beatles y reniega o acepta con ambigüedad la penetración colonial del Norte global al que le traduce sus canciones de rock. De su estructura también puede señalarse que la errancia, a veces rabiosa, a veces lúbrica, de la protagonista despliega el extrañamiento cognitivo de una topografía de límites borrosos, elabora una deriva propia por Cali: de los night clubs a Parque Versailles, de Cañasgordas a San Fernando, del Parque Central al Valle del Renegado.
Varios planos trabajan en simultáneo para la modulación del ritmo en este libro: la música (rumba, salsa, bolero, rock), el consumo de drogas (ácido, cocaína, marihuana, hongos) y una operación de la lengua que logra enhebrar el castellano, el argot callejero de toxicómanos y el destilado hablar del ritmo de la salsa que, como anuncia Bernard Cohen en la introducción, es una mezcla de caló gitano, español y “germanía” —forma de comunicarse de las sociedades secretas del siglo XVIII—. El resultado es también una síntesis entre ritmo de baile y ritmo de escritura porque, de alguna forma, Caicedo comprende que el secreto último de escribir se aloja en la búsqueda de la música, y como señala la protagonista: “Me lancé a bailar en un intento de enredarme a algo, no resbalar hacia el abismo en semejante lisura, paredes que eran como témpanos de hielo, mi baile es enredadera nocturna, llana y puente y acto solitario, pues bailé solita”. ¡Que viva la música! es también el testimonio esmerilado de un baile de despedida, el de un escritor cuyo mito terminó por fraguarse cuando, después de publicado el texto, eligió el suicidio a los veinticinco años —a la manera de una estrella de rock— y dejó todos sus materiales en manos de un puñado de amigos. Es por eso que en el inicio del documental que le dedicara oportunamente el cineasta Luis Ospina en 1986 puede leerse la siguiente frase que sobreimprime en la pantalla: “Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos”.
Andrés Caicedo, ¡Que viva la música!, Seix Barral, 2022, 200 págs.
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