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Imaginemos un espectador desprevenido que está por ver Tardes de soledad (2024) de Albert Serra en la última edición del Bafici. Sabe que la película es un documental, que su protagonista es un torero, y poco más. Este espectador, ajeno al mundo taurino, sólo vio el afiche publicitario de la película: el título en rojo, la mirada concentrada del torero, el rostro salpicado de sangre mientras apunta con el estoque, a punto de atacar. El hipotético espectador entra a la sala esperando conocer ese mundo exótico, a los aficionados a los toros, las costumbres en las plazas, la faena de las cuadrillas y, sobre todo, acercarse a la figura del protagonista: a su vida privada. Lo imagina en sus tiempos libres, en discotecas, en bares, o en la tranquilidad de su casa, como sea, quiere confesiones: saber qué siente este matador cuando pisa la arena. Pero cuando termina la película, sus fantasías y expectativas se diluyen; seguirá sin saber nada sobre la vida del protagonista. Si este espectador sólo esperaba un documental biográfico, cercano a la crónica periodística, se sentirá decepcionado; pero si se entrega a otro registro (uno no narrativo, sino perceptual), dejándose llevar por la poética de Albert Serra, conocerá al torero desde un ángulo mucho más sutil. Lo conocerá desde la expresión, las miradas, desde el movimiento y la técnica durante la lidia: lo conocerá desde su cuerpo. El espíritu de este documental coincide con la frase de André Gide: “la máxima profundidad del ser humano está en la piel”.
El protagonista de Tardes de soledad es un joven torero contemporáneo: Andrés Roca Rey, pero poco importa quién es, podría llamarse José Tomás, Manolete o Juan Belmonte, porque su biografía queda borrada. Roca Rey no dice nada sobre sí mismo, casi no habla. Como espectadores nos queda leer su lenguaje corporal, o más bien, adivinarlo, la seriedad pétrea de su cara antes de salir a enfrentarse al toro es un misterio, y, sin embargo, también es sumamente expresiva. Más que un documental biográfico, estamos ante un retrato pictórico.
La película se desarrolla en pocos escenarios que se repiten. Una furgoneta que traslada a Roca Rey junto a su cuadrilla antes y después de la lidia; la habitación de un hotel, un ascensor y las plazas de toros. En cada locación se capta una atmósfera distinta que repercute en el viacrucis emocional del torero. Cuando Roca Rey es vestido con el traje de luces en la habitación de un hotel, el clima es espiritual, solemne, inundado por la luz; hay mantillas, brocados, silencio, un cuadrito con la virgen donde cuelga un rosario; el torero se persigna, besa la virgen, se mueve con morosidad, toda esa liturgia hace pensar en un sacerdote antes de oficiar una misa. Este escenario contrasta con la oscuridad de la furgoneta que lo traslada hacia la plaza: acá se palpa la tensión del protagonista y sus compañeros. Roca Rey, en primer plano, está serio, silencioso, concentrado; la piel parece aceitada de sudor, pide un caramelo, respira profundo. Detrás de él la cuadrilla animada no para de hablar, intentando relajarlo con chistes, darle ánimos, pero el torero parece habitar otro espacio ajeno a ellos. Está solo. La cuadrilla acompañando al matador es el coro bufonesco que con sus zalamerías exageradas suaviza el clima. Antes y después de la corrida lo tratan de héroe viril, de superhombre, pero él sigue concentrado, indiferente a sus palabras.
En las plazas de toros es donde más se luce la fuerza plástica del documental: los colores crudos de la arena, la sangre y el cuero de los toros cortados por la luz eléctrica y vibrante del traje del torero. Presenciamos la transmutación anímica del protagonista, el rostro y el cuerpo de Roca Rey se vuelven un retrato dramático sumándose al óleo de la plaza. Si buscamos una foto de este torero fuera del documental, a simple vista parece el cantante pop de un concurso de talentos, un tipo delicado. Pero dentro de la plaza su semblante cobra un realce antiguo. También su cuadrilla parece transformada, las caras, los gestos, son de otra época, como personajes arrancados de la España Negra que pintó José Gutiérrez Solana. En la arena, ya no hay lugar para la meditación religiosa, los nervios, el miedo; el torero nos descubre parte de su carácter, blasfema, putea, su fisonomía se transforma mientras agita la muleta apurando al toro con la jeta turbia, abriendo la boca, sacando la trompa en una mueca provocadora y sexual. Se ve al toro embestirlo contra las tablas; con la ropa rasgada y la cara manchada de sangre se recompone furioso, apartando a su cuadrilla para seguir con la faena de dar muerte.
Si la lidia de Andrés Roca Rey representa el aspecto épico y vitalista del documental, el toro es el componente melancólico. La película comienza con un toro, es de noche, el animal está tranquilo en una dehesa, se lo escucha pisar la tierra y bufar en la oscuridad, lejos de ser la máquina de carne atacando con fuerza ciega. El toro en movimiento con la sangre caliente inspira temor, dignidad en su lucha por la vida, la encarnación de la naturaleza despiadada, pero cuando lo vemos caer con la lengua afuera después de trastabillar llevando la espada hundida en el lomo, el artificio del ritual queda al desnudo. La mirada del toro mientras agoniza es inocente, no sabe las reglas del juego del que fue parte. Los toros muertos arrastrados por la plaza se suceden produciendo el efecto agotador de una escena pornográfica. Albert Serra no es complaciente con el espectador taurino, tiene la franqueza de no esconder los aspectos sórdidos de la corrida, aceptar todos los matices brutales del ritual. Así como tampoco reniega de la lidia, del arrojo de su protagonista. La música a cargo de Marc Verdaguer y Ferran Font es clave para entender esto: por momentos parece un adagio triunfal que ensalza la gloria del torero después de matar, para cambiar de registro abruptamente y volverse una melodía que suena siniestra, un recordatorio de que la muerte está ahí, acechando al toro y al torero, y que los espectadores somos cómplices.
El espectador inconmovible que busque un mensaje claro, sin matices (sea pro o anti taurino), quedará decepcionado. Este documental se disfruta desde los contrastes, las contradicciones irresueltas; es voluble y sentimental. Lo innegable es que en una época en que la existencia está cada vez más desacralizada, y el arte se vuelve un espectáculo sin riesgo, esta práctica sacrificial es el último reducto donde el hombre arriesga la vida por un juego inútil, y Tardes de soledad tiene el valor de documentar la fiesta taurina en toda su crueldad, pompa y belleza.
Tardes de soledad (España/Portugal/Francia, 2024), guión y dirección de Albert Serra, 125 minutos.
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