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Yo soy Tonya

Craig Gillespie

CINE y TV

“Jamás me disculpé por ser pobre”, dice Tonya Harding (Margot Robbie) mirando a cámara en un segmento del falso documental que va salpicando la película de Craig Gillespie, y esa declaración de principios abrevia desde el comienzo la esencia de una película anormalmente valiosa, que acaso esté pasando desapercibida en una época involuntariamente formateada a su medida. Yo soy Tonya es un film valientemente “feminista” en un tiempo en el que esa palabra se hunde y se pierde, manoseada y machacada, entre confusiones del ego y panfletos tuiteros. Porque Yo soy Tonya es el retrato de una mujer abusada (por su madre, por su esposo, por la corporación mediática y deportiva) que en ningún momento retrocede o se amilana, y que en su obstinación por perforar el destino al que parece condenada logra una de las victorias más hermosamente pírricas del cine reciente: no puede ser lo que quiere, pero al menos logra ser algo. En 1994, Tonya Harding y Nancy Kerrigan se disputaban “a sangre y hielo” el ingreso al equipo olímpico de patinaje de Estados Unidos. Harding se va a hacer famosa no por ser la única patinadora norteamericana que logró el dificilísimo salto de 1260 grados conocido como “triple Axel”, sino por frustrar la carrera de su competidora a través de un episodio violento en el que tuvo mucho que ver su marido Jeff Gilloly. En la narración de esa rivalidad, Kerrigan está sabiamente dejada en off, y es el derrotero físico/psicológico de Tonya el que está narrado con nervio “scorseseano” y una obstinación de working class hero que parece sacada de un film de Ken Loach. Los golpes que recibe de su madre y su marido, sumados a las “caricias” constantes del hielo, forjan a Tonya como en una épica deportiva medieval, le dan una realidad que hace de su mundo feo y white trash el trampolín hacia ese cuento de hadas que los jurados de las competencias en las que participa quieren venderle al público. “Este es un deporte en el que los jueces quieren que seas una versión antigua de lo que debería ser una mujer”, dice Tonya, que no tiene clase ni buen gusto, que tiene que coser ella misma —y como puede— los trajecitos de princesa que la obligan a usar para competir, pero que también puede arreglar el motor del auto de su novio. Tonya Harding es una economía en sí misma, el tornillo flojo en un mundo que le gira a contramano, la cenicienta desafiante, pendenciera y malhablada que encara a los jueces del patinaje (un jurado ético antes que deportivo, un tribunal que cataliza los prejuicios de toda una sociedad para traducirlos en numeritos) con el vértigo y la furia que sólo dan las convicciones al rojo vivo. Su sonrisa sangrante hacia el final de la película, cuando Tonya se levanta una vez más —y literalmente— de “la lona” es un acto de justicia poética que podría ser cursi y sensiblero si no hubiera sido justificado por todos y cada uno de los fotogramas que lo precedieron. Prisionera de un placer helado y peligroso, Tonya Harding es un auténtico “pedazo” de mujer: inmanejable en su deseo, hermosa aún con la cara hinchada por los golpes, auténtica en todos y cada uno de sus logros.

 

I, Tonya (EEUU, 2017), guión de Steven Rogers, dirección de Craig Gillespie, 121 minutos.

19 Abr, 2018
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