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La utilización durante la campaña macrista cordobesa de un cuartetazo de contenido “autoincriminatorio” (“son ya tantas mentiras que yo no quiero creer / que me quieras vender, que tú vas a cambiar) arrancó carcajadas que han ocultado las resonancias de la primera y genuina música afirmativa de la era PRO. No se trata en este caso de una canción pop de Tan Biónica, ni del recauchutaje esencialista que cobró forma en el Teatro Colón durante la cumbre del G-20 bajo el nombre de Argentum y arrancó lágrimas de emoción de los ojos presidenciales. Nos referimos a un objeto-acontecimiento que bajo una máscara de la “distinción” à la Bourdieu desplegó en el plano simbólico algo más que una nueva idea del gusto populista-conservador: una aspiración de alineamiento político internacional.
El Réquiem/Kadish firmado por el pianista y empresario musical Ángel Mahler se estrenó en el Colón el pasado 10 de julio. Fue escrito en homenaje a las ochenta y cinco víctimas del atentado terrorista que se perpetró contra la mutual de la comunidad judía de Buenos Aires (AMIA) el 18 de julio de 1994. Se titula “El amor es más fuerte que la muerte”. Reverbera en esa inscripción Tango feroz, la película de Marcelo Piñeyro. Ya nos ofrece una clave y a la vez ilumina un problema de más vasto alcance.
Un país que ha sufrido el peor bombardeo contra una población civil desde la posguerra, el terrorismo de Estado, una conflicto bélico en el Atlántico sur y la violencia de carácter antisemita no tiene un solo memorial sonoro que recuerde explícitamente a sus víctimas siguiendo una tradición amplia que incluye: Réquiem de guerra, de Benjamin Britten; Babi Yar, de Dmitri Shostakovich; El sobreviviente de Varsovia, de Arnold Schönberg; Ricorda cosa ti hanno fatto ad Auschwitz, de Luigi Nono; Dies iræ, el oratorio de Krzysztof Penderecki dedicado a las víctimas del mismo campo de concentración; el Treno a las víctimas de Hiroshima, del mismo compositor polaco y, por último, On the Transmigration of Souls, de John Adams, dedicada a los que perdieron la vida tras el ataque contra las Torres Gemelas, en 2001. (Existen óperas que han tematizado los dramas de los desaparecidos y Malvinas: La casa sin sosiego, de Gerardo Gandini y Griselda Gambaro, y Aliados, de Sebastián Rivas y Esteban Buch, pero no estamos hablando de ese tipo de evocaciones).
De repente irrumpe Mahler para tratar de llenar ese vacío. “‘Réquiem’ quiere decir descanso. ‘Requiem eternum’, así empieza el texto de la plegaria cristiana y además adquiere contenido judaico… Combinar los textos en hebreo y en castellano, con una música que emociona y con casi 200 músicos sobre el escenario, dirigido por Ángel. Es una experiencia artística, pero no sólo artística sino que tiene el aditamento de que es un memorial, en ese sentido no es un tema ajeno”, dijo el rabino Marcelo Polakoff, autor de los textos.
“Un grito que busca la verdad”, le explicó el compositor a Pablo Sirvén, uno de los columnistas del diario de los Mitre-Saguier. Pero el “grito” queda ahogado desde el momento en que Mahler apenas replica las gestualidades del musical de la calle Corrientes. Esa escritura tópica que también tributa a cierto cine norteamericano se encuentra en Drácula, El jorobado de París o Excalibur. Frases, texturas y pompas intercambiables.
¿Hablamos entonces de mala música porque fue escrita extrarradio? El calificativo sugiere que los juicios estéticos y éticos están completamente unidos. La mala música suele tener una explicación sociológica más que técnica. Hay un juicio desplazado: se la condena por su condición estandarizada, la falta de originalidad y el abandono de los principios de la autonomía. Ahora bien, cuando una música no nos gusta ¿significa necesariamente que es mala?, se pregunta Christopher Washburne, editor del libro Bad Music: The Music We Love to Hate (Routledge, 2004). ¿Tiene sentido persuadir a alguien del disparate al que le asigna un sentido? La cuestión, añade Washburne, podría ser por lo tanto política, no definida como partidaria sino en un sentido más amplio, de rechazo al goce vacuo. De ahí que Mauricio Macri se dejara ver en el palco con gesto de ensimismamiento e inmersión antes de que comenzara la obra de Mahler. Seguramente no habría tolerado un segundo de Kristallnacht, de John Zorn, y mucho menos de la atonal A Secular Service for the Victims of Indochina, compuesta en 1971 por otro norteamericano, Richard Wernick. Se trata también, como en el caso de Mahler, de un Kaddish-Requiem. “En un tiempo en el que la carne y el pasto pueden ser despiadadamente devastados por el napalm y los defoliantes, la simplicidad y la belleza de la imagen bíblica se tiñe de un cruel y bizarro cinismo”, señaló Wernick en el programa de mano de su estreno.
El Réquiem/Kadish de Mahler debe por lo tanto ser observado más allá de las afinidades electivas como una intervención. Un instrumento de disputa. Además de los aplausos de las autoridades de la AMIA, la obra del ex secretario de Cultura de la ciudad de Buenos Aires tuvo el entusiasta apoyo del diario La Nación. El diario de los Mitre-Saguier fue el único que le dio especial relevancia al estreno (“Al final con la emoción contenida estalla el aplauso del público que se pone de pie. Por los ausentes y por los presentes. Los que siguen pidiendo justicia”, la concluye el crítico). Más allá de la ponderación, La Nación puso el ojo en el hecho social y lo ilustró no sólo con la foto de Macri. No habría en este caso obra sin representación y allí estuvieron también las imágenes distinguidas del secretario de Cultura Pablo Avelluto, Claudio Avruj, el secretario de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural, el empresario Eduardo Elsztain, el senador nacional Esteban Bullrich, Julio Saguier y toda la plana mayor del diario, la vicepresidenta Gabriela Michetti, el empresario Paolo Rocca, Marcelo Mindlin, de Pampa Energía y Luis Ovsejevich, de la Fundación Konex —y uno de los firmantes de la destitución del juez Daniel Rafecas, autor del libro Historia de la solución final, por haber desestimado la denuncia del juez Alberto Nisman contra Cristina Fernández de Kirchner por el fallido acuerdo con Irán para indagar a un grupo de sospechosos de haber participado del atentado, en el marco de una causa cuyas capas de encubrimiento se han cristalizado—.
Al Colón fueron también el embajador de Estados Unidos Edward Prado y su esposa María. La velada ha precedido la decisión del Poder Ejecutivo de declarar como organización terrorista a Hezbollah en sintonía con la visita del secretario de Estado norteamericano, Mike Pompeo y para beneplácito del gobierno de Benjamín Netanyahu. El melos mahleriano, en definitiva, se declina dentro de este juego que nada tiene de espejos.
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