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Es complicado arriesgar juicios sobre La flor porque vimos un tercio de lo que es, o de lo que está siendo. Por lo que anticipó su director al comienzo, las otras cuatro partes nada tendrán que ver con ninguna de las dos, pero tendrán relación en su desparpajo narrativo.
La flor es una película por pétalos. Digamos un idilio por entregas entre el equipo técnico que está detrás de cámaras o en la posproducción y la antitécnica libre de cuatro actrices creciendo en todo sentido a través del cine. Las Piel de Lava —así se llama el grupo de actrices formado hace más de una década— están en el centro y El Pampero Cine al mando de Mariano Llinás echando leña al fuego, no para someterlas, sino para enaltecer una manera de actuar, esa que pone en un límite finísimo el drama y el melodrama. Tanta comedia para luego ahogar las risas con silencios. ¿Cómo decir? Las Piel de Lava son actrices porque cuando el espacio toma una forma, pongamos, simpática o lúdica, ellas lo vuelven el escenario de una bruma de la que se sale en estado de extrañamiento. Suena complicado pero es fácil: en el punto previo a que una sensación se agote, ahí están sus matices narrativos para relanzar la sensación, hacerla enloquecer entre mundos abiertos de nuevo.
Es una película esmaltada por el amor a la actuación y al diálogo. Cada una de las actrices tiene en algún momento el espacio para regodearse con el cuerpo o con la palabra, si no es que son la misma cosa. En el episodio uno, que trata de unas científicas perdidas en el medio de San Juan, son todas perlas “clase B”. En el episodio dos, que trata de un triángulo amoroso entre cantantes camp, mezcla de Pimpinela y Marcela Morelo, y de una serie de entuertos mafiosos por encontrar la droga que va a eternizar la juventud, son todas perlas con encuentros íntimos extendidos a lo Bergman, galantería y cierto aire de coloque en el ambiente; todo esto sucede en Mar del Plata, en invierno.
Llinás encontró en Historias extraordinarias (2008) la manera de dar vuelta la taba de la pampa, volverla un mandala al que se entra por cualquier lado. La nada sostenía todo. En La flor las que son todo son las Piel de Lava, que soportan cualquier imagen y cualquier retruécano del guión o del montaje. En el arco que forman las dos películas se expresa un estilo al que se le ven todos los hilos de las herencias e influencias estéticas pero que no recuerda a nada. Aunque hay un arco más, el que se forma con Sarmiento y Deleuze: el primero decía que cuando uno miraba la pampa no veía nada y el segundo decía que en la hoja en blanco el problema no es la ausencia de algo, sino la presencia de todo.
Hace años que las Piel de Lava escriben, ensayan y dirigen sus propias obras, se autorregulan y derrapan para donde ellas quieren. Y siempre tuvieron un tema: la risa; una risa trabajada desde la actuación. El que haya ido a sus obras o visto las películas donde han trabajado, solas o separadas, sabrá que todo el tiempo se ríen sobre una base que posibilita mil maneras y que después se recuerda al salir a la calle y comentar lo que vimos. También la risa tiene algo de comunión y espacio colectivo, de catarsis, diría; también la risa aparece como nervio íntimo de cada uno, como risa nerviosa y perversa. También las mil formas de escribir en las didascalias de su obra dramatúrgica (compilada por Entropía) la forma en que los personajes ríen. Eso es un índice de que la risa es plástica, diversa y compleja. Que no es fácil reírse, y que reírse es muchas veces un asunto trascendental. El tipo de comedia que hace Piel de Lava tiene a todo el humor argentino sobre sí pero lo enfrenta. Es un realismo más descarado, también más a tono con algo de lo cómico y lo patético de las situaciones aún más vulgares o de las situaciones aún más penosas de la vida normal de todos nosotros. Quiero decir: es como si Sandrini, Olmedo, Spregelburd y Capusotto se volviesen una sola pieza a la que se le ven las capas, no sintetizan sino que superponen registros. Hacen una comedia barroca. En eso se tocan con Llinás y también con las películas de Matías Piñeiro o de Alejo Moguillansky. En eso pertenecen a una generación brillante en estéticas de la risa.
De Historias extraordinarias a La flor pasaron ocho años; en el medio Mariano Llinás conoció a las actrices en tanto cuarteto. La consecuencia de ese cruce está a la vista: hacer cine no para el público sino para las personas que admiramos. Hacer cine en función de la alegría y el deleite de personas contadas con los dedos de dos manos, porque ahora hasta los hijos andan por ahí.
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Estos comentarios deberían ubicarse en el género “por lo que se vio hasta ahora”. Es que dada una simple lógica estadística, en lo que viene “puede pasar cualquier cosa”. Digamos que tenemos ínfimas chances de ser asertivos con un juicio sobre algo que no tenemos ni idea de qué puede ser. Esta es la primera de tres partes de la película, pero Quintín (de un texto suyo sobre la película nos encargaremos ahora) se anticipa mesiánicamente: “tres horas y cuarenta minutos son suficientes como para hacerse una idea del proyecto”.
Para empezar por algún lado: Quintín critica que “no se trata del habitual deseo de superar a los colegas, sino de jugar con reglas propias”, para decir que esa es la marca de su “voluntad de poder sobre el cine, de dominación”. Acá hay un entuerto fatal, porque las así llamadas “reglas propias” no tienen nada que ver con el decisionismo o el estado de excepción, ni con las leyes marciales ni con el toque de queda. Como estamos hablando de cine, es maravilloso que Quintín confirme con su agudeza lo que nosotros, simples espectadores, intuimos: Llinás no quiere trascender a sus colegas sino más bien hacer algo que no se parezca a nada, llevando al paroxismo lo que se parece a todo. A esto Quintín le dice “película fea” y gracias a su chapucería verbal nos hace acordar de Adorno, de su Teoría estética y de la afirmación de “lo feo” como ese lugar donde se juegan todas las contradicciones de la mímesis, el lugar de lo disonante, el lugar por donde respira el arte verdadero, su punctum. Por más que Quintín hable como el tribuno de la plebe y ande rumoreando que Llinás es una especie de André Breton en México envalentonado con organizar, lo que termina quedando cuando baja la marea del lector apurado que lee entre líneas es el dejo escandaloso del científico Quintín, que no puede creer que alguien no le crea. Esas “reglas” son en todo caso la capacidad de Llinás de no someterse a los dominios de un lenguaje (en este caso del cine) que está hecho justamente para organizar su estética y la de cualquier género. Que Quintín no encuentre belleza no significa que haya dominación del hacedor al espectador. Volvamos a Adorno: no hay sometimiento mayor que la idea de belleza, y lo feo es lo que nos hace recordar que existe el sometimiento. Quintín es el primero en querer liberarse del demonio Llinás con un dejo de espanto a “lo feo” adorniano. Es uno más de los que parecen hablar en nombre de algo que siempre sucede, como decía Halperin Donghi, “allá adelante”, siempre diferente y mucho más ordinario de lo que la imaginación proyectaba.
En el cine de Llinás la arbitrariedad renuncia a “la verdad”, porque a la verdad sólo se llega negando la comunicación transparente y lo que Quintín llama, con una precisión manifiesta, “algo que la sostenga”. De ahí que las actuaciones no estén “recalentadas”, sino vivas. Viven porque no imaginan espectador: lo crean. Pero no crean en la nada, sino que paradójicamente crean la nada. Alguna vez César Aira escribió: “Los únicos hechos que estaban conformados por un cien por ciento de realidad eran los que tenían lugar sin testigos”. Es mentira que hay un “exceso de primeros planos y desenfoques”, o por lo menos la palabra “exceso” se usa, como tantas, ansiosamente. Como si Quintín hubiese salido corriendo del cine Ambassador de Mar del Plata para anotar cosas, o las hubiese anotado en la penumbra de la sala, olvidándose de mucho o negando. Así, o bien tiene una memoria selectiva o tiene resentimiento. Perdón por la aparición de otra cita, esta vez de Martínez Estrada: “Nos gusta la policía porque tenemos miedo”. Definir ayuda a pensar… y no al revés.
No nos importa que un doblaje esté “mal hecho” —de hecho es obvio que está hecho así adrede—. Tampoco nos importa que las historias “terminen” o que sean un “relato inconcluso”. O al revés, nos interesa el desparpajo porque deja ver algo que está por detrás: la sensación. No puede haber, como dice Quintín, “voluntad de poder”, si lo que hay es arbitrariedad. No puede haber cálculo donde hay don.
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La flor prolifera organizada por el amor libre al cine y por el desdén a la función del cine. ¿Cuánta información necesita el espectador para conmoverse? Llinás es borgeano en su afán por no creer en nada. En el borde de la inacción inventa sin ninguna máquina, reiterando que lo que hay que hacer es poner una cámara donde se pueda, iluminar con poco y ver personas desrealizando el mundo a través de la actuación. El “proyecto” de Llinás parece consistir en cargar las fábulas de acción o la acción de estructuras narrativas lo suficientemente plásticas para hacer brillar la totalidad —que, como sabemos, nunca existe en nada— en cada aparición de alguna o de todas las Piel de Lava.
La flor trata sobre todas las posibilidades del mundo pero reducidas a seis, de las que vamos viendo de a dos, por eso es una película humilde, un barroco selectivo. Una rama del exceso que termina en los grupos de afinidad, la conversación de pizzería y la vida mansa. Toda la épica está en el corazón. La épica está en la sensibilidad, no en el relato. La épica es creer en lo que está al alcance de la mano, aun cuando para tener algo cerca haya que inventarlo como un niño se inventa amigos imaginarios que le pueblan la mente para bien.
Llaman la atención los diálogos preciosos y congelantes de la película, tal vez sean la clave para sentarse un rato a pensar en lo que significa, de nuevo, el barroco en todo esto. No hay un partir, no hay un llegar, hay un vaivén de las palabras, de las acciones, un origen siempre a punto de definirse, como esas conversaciones que en su momento más lindo vuelven epifánico el porqué de la presencia en el mundo. Por supuesto, esa epifanía no llega. El espectador vuelve al mundo, pero ya está condicionado. Se puede estar en el mundo sin estar en sus instituciones. Las instituciones son las cosas que nos dicen “las cosas son así”. La expectativa estética de la película es como la de una flor seca dentro de un libro, lo que sí va a suceder allá adelante. Es que sin esperar vamos a encontrar una que habíamos olvidado y todo va a empezar de nuevo. O al menos nosotros mismos, nuestro ánimo.
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