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El arte de componer para una música improvisada. Carla Bley (1936-2023)

DISCUSIÓN

El repertorio de las antiguas bandas de Nueva Orleans estaba hecho de blues, marchas, ragtime y derivaciones de spirituals. La autoría de los temas no importaba demasiado, la potestad verdadera sobre la música recaía en el ejecutante, ese “compositor en tiempo real”, como suele decirse de la improvisación jazzística. Más tarde se impuso el standard, canción de forma regular y armonía inquieta proveniente de esas máquinas devoradoras de canciones populares que eran las comedias de Broadway y los musicales de Hollywood. Quienes firmaban aquellos temas no eran exactamente gente de jazz sino más bien compositores que, como los notables George Gershwin o Cole Porter, se movían anfibia y profesionalmente entre el legado afroamericano y la música romántica de tradición escrita. Ninguna canción nacía standard de jazz; sólo podía volverse parte del repertorio de los improvisadores si estos la legitimaban en sus versiones.

Duke Ellington primero y Thelonious Monk y Charles Mingus más tarde nutrieron el Real Book estadounidense con sus propios corpus standard. Fueron compositores de jazz —los más grandes, sin duda—, pero sólo lo fueron en la medida en que concibieron temas que habilitaban todas las improvisaciones posibles, empezando por las que ellos mismos eran capaces de hacer al frente de sus grupos y orquestas. La perennidad de un tema “de jazz” siempre residía en su mutabilidad. En las últimas décadas, sin embargo, fue creciendo la idea de composición original en prácticamente todos los intérpretes del género, más allá de estilos y nacionalidades. Desde luego, nunca se disipó del todo la tensión entre la creación meditada y la creación espontánea. Una buena composición de jazz sigue siendo aquella que, en cierto modo, invita al solista que la aborda a ser su coautor.

Si bien es algo sabido desde hace tiempo, es posible que, con su muerte el pasado 17 de octubre en Willow, Nueva York, Carla Bley haya ingresado definitivamente en la historia del jazz como la fundadora de un concepto de composición para grupo y para orquesta de jazz diferente de todo lo conocido. Había nacido en Oakland, California, el 11 de mayo de 1936. Lejos de los grandes centros de la música negra, mantuvo con su lenguaje una relación intensa, pero al mismo tiempo controversial. Por lo pronto, cuando ella irrumpió en la escena del jazz de vanguardia a comienzos de los sesenta, lo hizo como compositora “pura”. Eran tiempos en los que, salvo excepciones (Mary Lou Williams en primer lugar), las mujeres del jazz eran vocalistas y, eventualmente, pianistas. Carla había tomado algunas clases de piano con su padre organista y director de una escuela cristiana fundamentalista. Luego se perfeccionó por su cuenta, pero sin llegar a ser una pianista del todo asentada. Tampoco estudió composición, ni contrapunto, ni armonía de manera formal. De niña había descubierto la música de Satie, Beethoven, Grieg y Rachmaninov —un heterogéneo menú de alta cultura— en los discos y las partituras de su padre, pero tras escuchar el cuarteto de Dave Brubeck y luego la orquesta de Lionel Hampton, ambas de paso por Oakland, decidió seguir la senda del jazz, acaso convencida de que podría salir y volver de esa senda todas las veces que lo deseara.

Fugada de su hogar a los quince años, la joven Carla se ganó la vida como pianista de bar en polvorientos pueblos californianos, hasta que a comienzos de la década de 1950 decidió radicarse en Nueva York para estar lo más cerca posible del panteón del jazz moderno. Alta y esbelta, de pronunciados rasgos nórdicos (su verdadero nombre era Lovella May Borg) y con una cabellera larga e indisciplinada, su primer trabajo en la Gran Manzana fue el de vendedora de cigarrillos y peluches en el club Birdland. Pudo entonces escuchar a Charlie Parker y Miles Davis a pocos metros de distancia, casi como una polizonte en un mundo de varones negros que tocaban sus instrumentos como dioses. Una de aquellas noches del Birdland, la polizonte conoció al pianista Paul Bley. Se enamoraron y las vidas de ambos cambiaron para siempre.

A través de Paul, Carla conoció a los integrantes del cuarteto de Ornette Coleman —kilómetro cero del free jazz— y al compositor y director George Russell; para este último, Carla trabajó un tiempo como copista y transcriptora —un ejercicio de caligrafía musical que en el futuro moldearía sus puntillosos arreglos—, mientras escribía sus propios y cautivantes temas. Estos era piezas breves, miniaturas carentes de complejidad armónica que, sin embargo, parecían guardar secretos invictos. Quizá podían relacionarse con algunas cosas de Monk, aunque tenía más de Satie. Y de viejos blues. Y de himnos protestantes y marchas fúnebres perdidos en una iglesia del Oeste. No llevaban letra —más tarde Carla colaboraría con poetas— y sin embargo eran cantables. No todos, claro. La música de Carla no respondía a los cambios armónicos del standard y sólo unos pocos estaban concebidos de acuerdo con los principios de la libertad armónica y rítmica de la llamada new thing.

Algunas de aquellas composiciones formaron parte del repertorio del quinteto y del trío de Paul: “Ictus”, “Walking Woman” y la melancólica “Ida Lupino”, posiblemente su creación más conocida y más veces grabada, por ella y por otros músicos. No deja de ser curioso el tipo de simbiosis creativa que la pareja alcanzó. Era una combinación perfecta, pero que desplazaba a Carla a un segundo plano, allí donde los nombres de los compositores solían pasar inadvertidos ante la majestuosa presencia de los intérpretes. Por otra parte, siendo Paul un pianista enrolado en el free jazz, reino de la improvisación desregulada, ¿cuál era exactamente el lugar de Carla, una compositora inteligente que, al decir de su biógrafa Amy C. Beal, estaba creando una obra que “planea sobre un espacio gris entre trabajos más atractivos y accesibles y complejas obras de vanguardia”?

Ese vaivén entre lo accesible y lo críptico, entre lo intrínseco y lo exógeno a la cultura musical norteamericana, fue su rasgo de identidad más notorio. Podía conmover con una melodía sencilla, de tonos repetidos y aire modal, y enseguida sacudir los sentidos con el vértigo de un tema cromático tocado a gran velocidad. Carla abrazó la vanguardia en pleno bullicio creativo de la Nueva York de los años sesenta y setenta, pero supo desechar tanto los programas estéticos demasiado radicales como el mainstream. Amaba el swing preciso de Count Basie y la osadía armónica de los primeros boppers, pero le aburrían un poco los solos demasiado largos.

Cuando en 1967 escuchó Sgt. Pepper´s Lonely Hearts Club Band de The Beatles, algo (o mucho) cambió en su febril cabeza. Eso era vanguardista y accesible al mismo tiempo. Fresco como una melodía infantil y oscuro como la vida entera en una canción. ¿Por qué no componer una música que, sin sacar los platos del jazz completamente, se animara a metabolizar otras influencias? La psicodelia, el pop art, el rock, el orientalismo, el music hall redivivo: el nuevo meridiano cultural la motivó para componer obras “conceptuales” de sonoridades hasta entonces ajenas al jazz.

Tras participar en la fundación de la Jazz Composers Guild de Bill Dixon junto a su segundo marido, el trompetista austríaco Michael Mantler, Carla se volcó a la escritura para ensambles numerosos. Trabajó para The Jazz Composers Orchestra, y en 1967 participó como compositora y arregladora del álbum del vibrafonista Gary Burton A Genuine Tong Funeral. Este fue el primer gran trabajo de Carla, una especie de suite de música fúnebre oriental, un sardónico juego con lo sagrado y lo profano que contó, entre otros puntos de interés, con notables solos de Gato Barbieri en saxo tenor. (Gato fue uno de los saxofonistas favoritos de Carla. Ella hizo mucho para que el argentino finalmente se mudara de Italia a Estados Unidos).

En 1969 empezó a grabar su accidentado y monumental primer álbum bajo su propio nombre: el alucinante Escalator Over The Hill. Basado en poemas y libretos del escritor surrealista Paul Haines, esta suerte de ópera jazz contaba la historia de los excéntricos huéspedes del hotel de un tal Cecil Clark, en Rawalpindi, Pakistán. Pero más allá de la extravagancia de aquellos textos cantados, la gran novedad era la dirección de un ensamble numeroso en el que junto a virtuosos jazzeros convivían, en igualdad de condiciones (económicamente más que modestas, por otra parte), músicos de rock y pop, como el bajista y cantante Jack Bruce, el guitarrista de fusión John McLaughlin y la cantante folk-rock Linda Ronstadt. Los ciento cinco minutos de la ópera salieron finalmente al mercado en 1973, como contenido de un álbum triple. Algunos fragmentos de la obra tenían más que ver con el enfoque de Frank Zappa y sus Mothers of Inventions que con el lenguaje del jazz.

La proverbial destreza de Carla para dirigir una banda grande y heterogénea, cuyos integrantes aceptaban formarla sólo por amor a las composiciones y a la directora, fue una de las grandes revelaciones sucedidas en la vida cultural de finales de la década de 1960. Un año antes de empezar a grabar Escalator…, Carla sumó su batuta y su talento de arregladora a la Liberation Music Orchestra de Charlie Haden. El proyecto de una orquesta con contenido político explícito —temas de la Guerra Civil Española, una canción dedicada al Che Guevara, etcétera— se continuó a lo largo de los años, siempre en relación dialéctica con la cambiante realidad política y social de Estados Unidos: si en el primer disco de la Liberation hubo denuncia de la Guerra de Vietnam y la Convención Demócrata de 1968, en Not In Our Name de 2005 el ojo y el oído estuvieron puestos en las intervenciones militares posteriores a la Guerra Fría. La amistad entre Carla y Haden fue uno de los hechos más hermosos en la historia del jazz: un contrabajista al frente de un ensamble de virtuosos dirigidos por una pianista a la sazón arregladora de temas propios y ajenos.

Otra amistad finalmente derivada en romance fue la que Carla sostuvo con el bajista Steve Swallow. Su último compañero de vida y música fue pieza clave en la que podríamos considerar la larga etapa de jazz de cámara y reivindicación del swing de Carla, sólo interrumpida por la fantástica orquesta que protagonizó el disco Fleur Carnivore. El trío que Carla y Swallow crearon con el saxofonista Andy Sheppard plasmó bellísimos discos para el sello ECM. En ocasiones con algunos pocos agregados instrumentales (The Lost Chords Find Paolo Fresu, por caso), la formación sin batería fue el instrumento quizá más idóneo para las ideas minimalistas con las que Carla siguió avanzando hasta el final (su último álbum, Life Goes On, lo grabó ya atacada por un tumor cerebral), al mismo tiempo que parecía estar remitiéndose a los inicios de su carrera. Una carrera extraordinaria en más de un sentido.

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