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Con sus montones de cadáveres, lo que funcionaba en Auschwitz era una fábrica de ceniza. En tiempos en que el combustible escaseaba a causa de la guerra, una ventaja de los crematorios fabricados por la empresa Topf & Söhne era que podían retroalimentarse con el calor que producía la combustión de los cuerpos. Acaso avizorando un negocio floreciente detrás de la exterminación de personas, la firma alemana solicitó en noviembre de 1942 una patente para un “Horno de combustión de cadáveres en trabajo continuo para operación masiva”, que le fue concedida en 1953, tras una renovación de la solicitud, por la Oficina de Patentes de la República Federal de Alemania.
Inspirado en lo insólito del caso, el dramaturgo holandés Wim van Leer escribió Patent Pending [Pendiente de patente], una obra estrenada en Londres en 1963 en la que un jerarca de la SS le hace el macabro encargo a una empresa que se dedica no a fabricar crematorios civiles, como Topf & Söhne, sino hornos panificadores automáticos. Por esta misma línea, Martin Amis se adentra en La Zona de Interés en uno de los costados menos explorados del genocidio: la complicidad empresarial en la industrialización de la matanza. La acción de la novela transcurre durante la construcción del campo de trabajo forzado conocido como Monowitz o Auschwitz III, donde la empresa IG Farben —la misma que elaboraba el veneno que se usaba en las cámaras de gas— montó una fábrica para proveer al Ejército alemán de caucho y combustible sintéticos. Nexo entre el gobierno, las autoridades del Lager y los contratistas del Estado, Angelus Thomsen es el encargado de supervisar la obra en curso, a pesar de que sus veleidades de donjuán lo hacen estar más pendiente de conquistar nuevas amantes que de su trabajo en la fábrica de Buna-Werke. Mujeriego al igual que su tío Martin Bormann —secretario personal de Hitler y jefe del Partido Nazi, quien aparece en uno de los capítulos junto con Gerda, la orgullosa madre paridora de sus nueve hijos—, “Golo” lleva al extremo sus juegos de seducción cuando comienza a flirtear nada menos que con la esposa del comandante del campo.
Incisiva y provocadora, La Zona de Interés indaga el componente erótico de un lugar donde “todo estaba permitido” a través del hedonismo que era moneda corriente allí donde los criminales nazis hacían de las suyas. Algo que los propios alemanes llamaban Ostrausch o “fiebre del Este”, una euforia que se expresaba a través del sexo y la violencia. Entomólogo de las pasiones, Amis contrasta ese circuito del deseo con escenas de la vida conyugal de los Doll, un matrimonio que se cae a pedazos. Inspirado en Rudolf Höss, cuyo libro de memorias Yo, comandante de Auschwitz hace las veces de molde, el personaje de Paul Doll tiene como amante a una prisionera de ascendencia gitana a quien obliga a abortar tras dejarla embarazada. La intriga amorosa se nutre también del triángulo de celos al que se suma Golo y del que nunca parece haber salido Dieter Kruger, antiguo enamorado de Hannah Doll, un intelectual y militante marxista que nadie sabe bien si ha sobrevivido o no a las persecuciones de la oposición política durante el régimen nazi. De allí deriva una subtrama policial en la que el comandante chantajea a Szmul, su “prisionero de confianza”, quien además es el jefe del Sonderkommando (uno de esos grupos de prisioneros que secundaban a las víctimas hasta la cámara de gas y se encargaban de sus restos), diciéndole que su mujer seguirá con vida en el gueto de Łódź sólo si él acepta convertirse en su sicario. Un asesinato por encargo allí donde la escena del crimen abarca kilómetros a la redonda.
La farsa macabra del Lager, tal como aparece en La Zona de Interés, poco tiene que ver con la “comedia sobre el Holocausto” de la que hablaron algunos críticos, o con la vena humorística de una película como La vida es bella (1999). Al privilegiar el punto de vista de los verdugos, Amis pone de relieve la hilaridad en el crimen, el cinismo con que los nazis se reían de sus propios excesos. Esto se ve en la broma que le juega a Doll el encargado de enviarle el “Tren Especial 105”, cuya recomendación de “cautela extrema” lo lleva a desplegar un operativo que incluye ocho ametralladoras y dos lanzallamas. Por supuesto, la sorpresa es mayúscula cuando ven llegar un tren de pasajeros con primera, segunda y tercera clase, del que baja una anciana elegantemente vestida que se queja ante Doll de que en él no hubiera “vagón restaurante”. Virtual inversión del “transporte” que le da título al film El tren de la vida (Francia, 1998), en el que los miembros de una pequeña comunidad judía deciden, ante la inminente llegada de los nazis, “autodeportarse” disfrazados de soldados y oficiales alemanes en un alocado intento por sobrevivir, el “Tren Especial” de Amis es una muestra del efecto distorsivo y la exageración típicos de la sátira. Al tiempo que se burla del mito racista de la pasividad judía, el autor amplifica la lógica de ese simulacro que abarcaba hasta el hecho de que los prisioneros del Sonderkommando lucieran “bien alimentados”. Un detalle que no medía las consecuencias de una posición privilegiada —como muestra El hijo de Saúl (2015), la película de László Nemes—, sino la extensión biopolítica de la trampa que se les tendía a los recién llegados.
La pregunta de hasta dónde un artista puede tomarse libertades en relación con el desarrollo exacto de los hechos cuando la historia le sirve de punto de partida adquiere otros bemoles en el debate sobre los “límites de la representación” del Holocausto. Más de uno podría reprocharle a Amis —que declara en el epílogo haber sido fiel a los hechos— que en la novela se presente a Szmul como alguien que atestigua las sucesivas matanzas de sus compañeros y les aporta a los nazis bastante más que su fuerza de trabajo. Especialista en cremaciones masivas, a Szmul lo trasladan de Chelmno a Auschwitz, cuando se sabe que los pocos sobrevivientes de un Sonderkommando no corrieron esa suerte porque se hubieran vuelto imprescindibles para sus verdugos. Invariablemente —con excepción de Filip Müller, un judío eslovaco que trabajó en las cámaras de gas durante casi tres años—, era un trabajo que concluía al cabo de unos pocos meses, cuando los integrantes de una nueva escuadra quemaban, a modo de iniciación, los cuerpos de sus predecesores. Pero Amis va más allá y le atribuye a Szmul un escalafón que no existía, el de “Sonderkommandoführer”; rango que adoptó un nazi como Paul Blobel, el verdadero descubridor de cómo podían aprovecharse las propiedades inflamables de la grasa de los cadáveres. La decisión de calcar el personaje de la víctima sobre la figura de un nazi (y sembrar pistas al respecto, como cuando Doll menciona a un tal Blobel que debería aprender de Szmul), ¿acaso busca reproducir la “complicidad” que los nazis les endilgaban a los “cuervos del crematorio”? ¿O es una forma retorcida de subrayar cómo los judíos se vieron involucrados en su propia debacle?
En su clásico estudio sobre la ironía, Vladimir Jankélévitch repara en las ventajas que supone tirarle de la lengua a nuestro enemigo a fin de que todo aquello de lo que es capaz quede dicho con sus propias palabras. Porque la ironía, escribe Jankélévitch, “induce a la autorrefutación de la absurdidad”, como cuando Montesquieu “finge defender la esclavitud de los negros con argumentos que avergonzarían al más cínico de los esclavistas”. La paradoja ante la que se encuentra quien pretende ensayar una sátira sobre el nazismo es la de tener que burlarse de algo que es de por sí descabellado y grotesco. La cantidad de hechos cuya absurdidad podría dar pie a un sketch de los Monty Python (desde Mengele cuidando la asepsia durante una cesárea para luego enviar a la madre y al bebé del quirófano a la cámara de gas, hasta el partido de fútbol que jugó en Auschwitz un equipo de oficiales de la SS contra miembros del Sonderkommando) desafía la acidez y la negrura del humor negro. Incluso la parodia corre con desventaja en este plano, ya que toda sátira es paródica pero no a la inversa. O como dice Vladimir Nabokov: “La sátira es una lección, la parodia, un juego”.
Cuando se hace humor con la Shoah también se corre el riesgo de banalizar el nazismo. No porque este merezca algún tipo de respeto, sino porque su peligrosidad exige burlarnos de él con absoluta conciencia. El problema no es reírse de los nazis, sino que estos se vuelvan cómicos a nuestros ojos. Algo de esto ocurre con la caricatura edulcorada que compone Ha vuelto (2013), la novela de Timur Vermes en la que Hitler “resucita” en 2011, dispuesto a continuar la guerra mundial que ni siquiera recuerda haber perdido. Si uno la compara con una novela como El nazi y el peluquero (1990), del alemán Edgar Hilsenrath, cuyo protagonista es un genocida prófugo que se hace circuncidar por un médico y se tatúa un número en el brazo a fin de asumir la identidad de un amigo judío de la infancia; o como Max (2014), de la francesa Sarah Cohen-Scali, en la que un niño nazi sueña, desde antes de salir del vientre de su madre, con llegar a ser un oficial de la SS (y en cuyas páginas resuena la mordacidad de la prosa de Hilsenrath), saltan a la vista las no tan sutiles diferencias entre sátira y comedia. Sin ir más lejos, la distancia irónica que, por extraño que parezca, supone asimilar el objeto de aversión, toda vez que el escritor satírico se ve obligado a comer del cadáver de su enemigo, según ha dicho Walter Benjamin.
La escasa comicidad de La Zona de Interés, lo poco que estimula el músculo de la risa en el lector, tal vez se deba a que el carácter transgresivo de la sátira se ve limitado por el verosímil. Distinto es el caso de La flecha del tiempo (1991), la otra novela de Amis sobre el nazismo, donde el dispositivo que narra de atrás para adelante —de la muerte al nacimiento— la vida de un médico nazi que hizo experimentos con seres humanos es el correlato formal de la hipótesis que esgrime Robert Jay Lifton en su ensayo The Nazi Doctors (1986): la idea de que Auschwitz funcionaba como un “hospital al revés” donde médicos y científicos invirtieron el juramento hipocrático. Como si se tratara de uno de esos discos de rock donde se ocultan mensajes satánicos, Odilo Unverdorben cuenta que él “extraía” con una jeringa querosén de las venas de los prisioneros, que las selecciones en la rampa eran “reuniones familiares”, y que los guardias de la SS toqueteaban a las mujeres “para regalarles una joya, un anillo”.
Más allá del cuidado con que Amis disimula las costuras de su exhaustivo trabajo de investigación, La Zona de Interés tiene a su favor la visión global que da del universo concentracionario, personajes y situaciones en los que la banalidad del mal adquiere un sentido inquietante, una polémica incursión a la “zona gris” que no descuida sus claroscuros, y el tono de la lengua del Tercer Reich obtenido con diapasón wagneriano. La ironía gélida, en absoluto jocosa, con que la novela reflexiona sobre el profesionalismo de quienes podían verse en un problema si un crematorio se averiaba como consecuencia de la sobreproducción de cadáveres (se sabe que durante las deportaciones de los judíos húngaros en 1944 se terminaron las latas de Zyklon B y muchos fueron arrojados vivos a las fosas ardientes), es la forma sarcásticamente espeluznante que tiene Amis de poner al desnudo la concepción capitalista —y, por ende, fordista y taylorista— que había detrás de un movimiento político que proclamaba ser más socialista que el propio socialismo.
De ahí que el autor evite usar la palabra “Auschwitz” en la novela: no tanto por un reparo ante su carga simbólica, sino para privilegiar un topónimo que explicita el papel que jugó el capital en todo aquello. Dueña del dudoso honor de ser la primera empresa en tener un campo de concentración propio, la fábrica Buna-Werke era un lugar donde la explotación de la mano de obra esclava se confundía con las políticas de exterminio de los nazis.
Con una galería de personajes que expresa la brutal división del trabajo que imperaba en el Lager, La Zona de Interés aborda tanto la tecnificación de los campos como su trasfondo burocrático y administrativo. Porque no hacía falta estar en Berlín para ser un “asesino de despacho”, el genocida que supervisa la “descarga” de un tren, látigo en mano, o sigue las alternativas de un gaseamiento a través de la mirilla, es el burócrata que lidia con el “aspecto oficinesco de las cosas” y con la contabilidad de “un montón de montones”. Desde dientes, valijas, pelo, zapatos y latas de Zyklon B (“es más barato que las balas”), hasta cadáveres exhumados de una fosa común (donde la putrefacción ha comenzado a levantar la tierra), cobayos humanos (la farmacéutica Bayer le regatea a Doll el precio de ciento cincuenta mujeres para la prueba de un nuevo anestésico del que no despierta ninguna) o caderas carbonizadas para ser enviadas a los molinos de huesos.
Más que El gran dictador (1940), la película que Chaplin no habría filmado si hubiese sabido de la existencia de los campos —según él mismo confiesa en su autobiografía—, el referente parece ser aquí Tiempos modernos (1936). También hay alusiones a La tercera noche de Walpurgis, texto que Karl Kraus escribió en 1933 para ajustar cuentas con los nazis recién llegados al poder, y que decidió no publicar en vida por temor a sufrir represalias, pero también porque había llegado a la conclusión de que no puede ser “la locura objeto de sátira”. Tales reparos en relación con los usos del humor, que serían compartidos tiempo después por otro gran satírico como Chaplin, no parecen condicionar a Amis, quien busca responder la pregunta sobre el genocidio (que es siempre, en primer lugar, una pregunta sobre los alemanes) escribiendo una ficción no sobre la Shoah sino sobre Auschwitz. Después de todo, como dice Tzvetan Todorov, “hace falta reconocer nuestra imagen en la caricatura que nos devuelven los campos, por muy deformante que sea semejante espejo”. Y saber distinguir lo que hay allí de específicamente nazi para comprender cuánto más allá de los límites de la representación están los límites de la sátira.
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