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Marcelo Cohen me ha pedido seguir con la discusión sobre el caso Zama en inglés y, como el bobo que soy, he dicho que sí. El suyo es un texto excelente y no me atrevería a criticarlo, con la excepción de un punto: creo que en algunos momentos incurre en un misticismo romántico con respecto al oficio del traductor; un misticismo que, paradójicamente, asegura que las malas traducciones sobreviven y propagan. Yo nunca reprobaría una traducción porque no alcanza las cumbres artísticas del original —esa es una cuestión subjetiva, peliaguda y, a fin de cuentas, imposible de resolver—, pero no creo excesivo pedir que alcance una nivel mínimo de interpretación del texto y calidad de escritura que asegure que no decline el valor del original. Cuando uno va fantaseando dream teams imposibles de escritores (¿Tarantino?) para la traducción perfecta, no creo que sea muy útil para el juicio crítico.
Terminé mi texto anterior con la declaración melodramática de que en este momento hay muchas malas traducciones de escritores argentinos circulando en el mundo anglosajón. Propongo explorar el origen de esta situación, que yo veo como el resultado de varias corrientes históricas. La primera tendencia es la más reciente y no creo que se limite al mundo anglosajón: el declive de la figura del editor. Nuestra primera, o única, defensa contra una mala traducción es el editor del libro en que aparece. Sí, es difícil corregir una mala traducción, pero no imposible. Lo importante es que el editor no vacile en enfrentarse con el traductor incluso cuando este apele al texto original —lo importante es el texto resultante, no el original—. El problema es que el proceso lleva tiempo y representa un costo —en términos económicos, intelectuales y emocionales— que las editoriales chicas y no tan chicas no pueden o no están dispuestas a pagar. Podría seguir con este tema por otras cien páginas, pero creo que sería más interesante sugerir algunas de las razones por las que estos editores pueden no identificar las traducciones como malas; por ejemplo, que se no sienten calificados para juzgarlas; y que a veces esas traducciones llegan elogiadas de antemano por los críticos.
La explicación primordial es la insularidad en que los británicos siempre se han deleitado y que han sabido transferir tan efectivamente a sus primos norteamericanos. En la cultura británica, y la mayor parte de la estadounidense, el “otro” es el ser que habla un lenguaje distinto. Desde esa visión nativista no sólo es dable esperar que los extranjeros hablen raro en inglés; es reconfortante: confirma la suspicacia siempre latente de la superioridad de la cultura “nuestra” comparada con la del otro. Sólo hay que leer un diario inglés o estadounidense para verlo: las citas de figuras políticas, culturales y deportivas de otros pagos siempre suenan un poco —o muy— raras hasta en las declaraciones más sencillas. Con un poco más de diligencia traductora, el mundo parecería bastante más acogedor y accesible a sus lectores, pero no sé si esa es una prioridad para estos medios.
No hay en la literatura anglosajona una tradición del escritor-traductor; si se exceptúa a los autotraductores como Conrad o Nabokov, se me ocurre Lydia Davis y no muchos más. Para dar un ejemplo: los argentinos tuvieron la suerte de leer a Kafka de la mano de Borges, mientras los británicos tuvieron que soportar la incompetencia alegre de Willa y Edwin Muir. Por décadas, Josef K. y sus compadres hablaban un inglés bastante excéntrico con acento escocés.
Yendo más atrás en el tiempo, hay que ver los horrores que se cometieron contra textos canónicos como El Quijote o El Decamerón o, de manera más fundamental: la Biblia. No hay que buscar lejos en la literatura inglesa para encontrar a escritores importantes de distintas eras elogiando la “poesía” y “hermosura” de la King James Bible, la primera traducción al inglés de los textos de la Biblia que llegó a una audiencia masiva, y no hay duda de que tiene momentos muy lindos. Sin embargo, la gran mayoría la lee como es: una mala y muchas veces absurda traducción de textos por una mezcla de curas, monjes y eruditos religiosos que no tenían ni la menor pretensión literaria. Las buenas frases no difieren mucho de lo que se encontraría en la obra de los mil monos proverbiales, o su equivalente moderno: Google Translator.
Otra corriente importante en la historia horripilante de la traducción al inglés es la de traducciones de los lenguajes clásicos: latín y griego. Por siglos y hasta bien entrado el siglo XX, la educación de las humanidades en el Reino Unido no consistía en mucho más que traducciones de textos clásicos al inglés. Debería haber resultado en una nación de traductores. El problema, más allá de que para nueve de cada diez alumnos la experiencia —sazonada con el castigo corporal— produjo un rechazo total del estudio de lenguas e inclusive de la literatura misma, fue que el énfasis siempre estuvo en la exactitud de la traducción, no en la calidad del texto resultante. Había que demostrar que uno había entendido los gerundios, no las genialidades de Homero o Virgilio. (Para tener una idea de lo que podría haber sido, basta con leer la obra increíble de Anne Carson, otra escritora-traductora y clasicista).
Y aquí volvemos, de alguna manera, al principio de este texto: el resultado de los procesos que he resumido es que en el mundo anglosajón la traducción siempre ha sido vista como un oficio académico, utilitario, lejos de cualquier propósito artístico. La pregunta ha sido “¿Que dijo el escritor exactamente?”, no “¿Como lo habría dicho si…?”. Esta última cuestión siempre se ha visto como un misterio imposible de descifrar y beside the point: no lo habría escrito en inglés porque no es o era inglés. Es una actitud que todo buen traductor debería combatir y que, desafortunadamente, se consolida con cada nueva publicación de una traducción mala.
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