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¿Éxitos terapéuticos? Sobre Las cuerdas, de Ana Schimelman

DISCUSIÓN

Quienes trabajamos en salud mental sabemos que el trabajo de acompañante terapéutico es de los más ingratos. Yo, por lo menos, duré poco. Horas mal pagas, mucha exposición a la locura, mucho cuerpo, dependiendo del caso más o menos aprendizaje, más o menos posibilidades de intervenir, de lograr algún tipo de alivio para ese sujeto que padece, pero también para nosotros. Es, también, la experiencia laboral que más pone a prueba nuestro altruismo: si no aprendemos tanto, si no ganamos casi plata, si el cuerpo termina cansado y los tomos verdes de Freud que tenemos como Biblia no parecieran rendir los frutos que anhelábamos, ¿para qué exponernos?

En Las cuerdas, Ana Schimelman expone las vicisitudes de una de estas experiencias. Al principio de la obra, Carla (Daniela Korovsky) va a aparecer entre perdida y entusiasta por entrar en el universo que arma Mica (Fiamma Carranza Macchi). Como suele pasar con la psicosis, ya de por sí verla jugar, hacerse preguntas, moverse y hablar es lo suficientemente entretenido. Los movimientos estereotipados, los tics, las frases ocurrentes y, sobre todo, la sinceridad a cielo abierto cautivan a Carla y a nosotros a la vez. Al rato, acostumbrados al universo de la locura de Mica, quien empieza a quedar en primer plano es Carla. ¿Qué cara hace, qué dice, cuando le tira del pelo? ¿Qué le pasa cuando queda internada? ¿Qué límites pone a los planes que arma? ¿Hay algo que oficie de límite en esa relación?

Una anécdota personal. En uno de mis primeros acompañamientos terapéuticos, tuve que ir tres horas al barrio de Once, mientras mi paciente, un adolescente de catorce años, chusmeaba porquerías de local en local. No quería comprar nada. No había objetivo alguno, más que verlo correr entre manteros. Puse mi mejor cara de póker —cuando en realidad me estaba muriendo de miedo, porque no se acostumbra que los AT tengamos seguro, y este muchachito se mandaba sin mirar antes de cruzar—, y eventualmente él se dio cuenta y me dijo: “Así que no te gusta venir a Once”. Le respondí que no, que prefiero cuando merendamos. Nunca más volvimos, por suerte para mí, aunque siguió llevando al resto del equipo.

El acompañante terapéutico, entonces, tiene como mayor desafío sobreponerse a la sumisión que le supone su nombre: no se trata sólo de acompañar, de ser un más-uno. No sé bien de qué se trata, claro, porque hui despavorida apenas me lo permitió mi economía, pero desde ya no se trata sólo de eso. Ahí Carla se embrolla, algo que ayuda a la trama —ya lo dijo Freud: los éxitos terapéuticos no le interesan a nadie—, y nosotros, testigos, nos angustiamos. “¡Cómo va a llevarla a un boliche!”, le decía yo desde mi butaca a mi amiga, también psicóloga, también ex-AT. Pero, de nuevo, Las cuerdas es honesta y expone ese punto de embrollo que tenemos los trabajadores de salud mental: nos damos cuenta de nuestras acciones, del valor de nuestra palabra, a través de sus efectos.

A medida que Carla gana confianza en esa relación, nosotros como espectadores la perdemos. Si al inicio estaba cautivada, ya para el final se encuentra cautiva de la locura que la entusiasmaba. Sabemos que va a terminar mal, que su trabajo es muy difícil, muy precario, y que ella se va a pegar mucho más de lo que debería. Korovsky actúa impecable la inocencia y el hartazgo de cualquier acompañante: en algún momento se da cuenta de que oficia de peón, y se cae la expectativa de hacer algo por Mica más que mantenerla viva durante tres o cuatro horas.

Si el trabajo de Carla es un éxito o un fracaso, dependerá de nuestra lectura. Podemos pensar que la ganancia de autonomía en los popularmente llamados neurodivergentes ya es un éxito de por sí, o que, justamente, la dependencia de un Otro tenía alguna función que Carla ignora. Ambas terminan, eventualmente, arrojándose al vacío, algo que, si bien requiere un nivel de valentía, no deja de tener, como todo acto, un riesgo inminente.

Si bien se cumple la profecía autocumplida, Las cuerdas no es una obra obvia, probablemente porque no se propone sorprender. Desde la honestidad, pero sin dejar de lado la ternura, cuenta una historia de locura sin romantizarla ni exagerarla. En estos tiempos en los que la salud mental se intenta cerrar, bien vale la pena una obra que la abre.

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