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Greta Thunberg. La lucha por el planeta y la equidad

DISCUSIÓN

1. Greta Thunberg es bajita, seria y aparenta menos de los dieciséis años que en efecto tiene. Lo que más sorprende de ella es su serenidad. La vi por primera vez hace algunos meses frente al Parlamento sueco, con su cartel escrito a mano (“Skolstrejk för klimatet”: huelga escolar por el clima), y me llamaron la atención su aire grave y su mirada, que tiene la profundidad y la ausencia de quien piensa solamente en una cosa. Durante las mañanas de los viernes, cuando se ubica en su lugar habitual, se le acerca mucha gente muy distinta, jóvenes y viejos. Ella no inicia conversaciones pero responde a todos, es taciturna, y su cuerpo y su actitud parecen al mismo tiempo frágiles y llenos de seguridad. Quizás sea por su juventud o su expresión seria, lo cierto es que da la impresión de tener alrededor un escudo que impone un respeto natural. Su ropa se ve gastada; supe después que sólo usa prendas de segunda mano. Maneja las redes sociales con la habilidad de una persona de su edad y, al mismo tiempo, con la lucidez de quien no necesita de ninguna pose para transmitir su mensaje.

El verano sueco de 2018 fue el más cálido y seco del que se tenga registro histórico. Temperaturas extremas e incendios forestales a lo largo de un país que es en gran parte bosque dividían a los ciudadanos en dos bandos, los que se alegraban de poder nadar en los lagos hasta la medianoche y los que elevaban la alarma. Fue a fines de ese verano tórrido y sin precedentes cuando Greta decidió empezar su huelga frente al Parlamento, todos los viernes, hasta que el gobierno de su país tome medidas acordes con el Acuerdo de París para bajar sus emisiones de dióxido de carbono.

Greta explicó varias veces que su síndrome de Asperger la hace ver el mundo en blanco y negro, que una vez abiertos los ojos ante la catástrofe climática ya no hubo grises para ella, ni vuelta atrás. Sí una depresión y una profunda crisis de identidad que la llevaron a actuar, a militar la lucha contra la crisis del clima como una cruzada personal que se convirtió en viral y masiva en unos pocos meses. En este último año en que se volvió una figura pública y creó el movimiento Fridays for Future, los medios europeos dijeron sobre ella toda clase de cosas: un diario italiano la llamó, en primera plana, “Gretina la rompiballe” (algo así como la cretina hinchapelotas); otro español, “la pobre Greta”, haciendo alusión a su autismo y a una supuesta manipulación por parte de adultos y corporaciones. Tampoco faltó quien se agarrara de una foto de sus redes para criticarla por comer alimentos que se venden en envoltorios de plástico. (En eso los líderes son como los padres: se les exige coherencia a los gritos, sin importar que nunca hayan manifestado su voluntad de liderar o sean apenas adolescentes). Un medio inglés la criticó por su tono de voz monótono, diciendo que parece la líder de un culto que odia el progreso y el consumo y viene a anunciar el apocalipsis. Periodistas adultos la llaman burguesa, deprimida y psicópata. Y es curioso, pero tanto sus seguidores como sus detractores ven en ella a una profetisa. Y como pasa con todos los que encarnan este arquetipo a lo largo de la historia, los profetas dividen aguas: para algunos son verdaderos y para otros, falsos. Quizás si hubiese nacido en la Edad Media, Greta Thunberg habría sido considerada una santa. Los santos también eran humanos, ascetas, muchas veces adolescentes (esos sujetos, en palabras de Julia Kristeva, “apasionados por lo absoluto”, atravesados por una profunda necesidad de creer) y muchas veces mujeres. ¿Y quién puede aseverar que no tenían Asperger? Hoy que no existen los santos aunque sí algunos profetas, es útil saber que a veces, para entender su verdadera naturaleza, hay que mirar a sus enemigos.

Greta dice una y otra vez que no se considera líder de ningún movimiento, que lo único que busca es que los gobiernos escuchen a los científicos y actúen para detener la escalada de destrucción sobre el planeta. Y si bien en Suecia su figura ya empezó a inspirar cambios visibles entre la ciudadanía (la “vergüenza de volar”, por ejemplo, en un país donde el nivel de vida medio permite varios viajes al extranjero por año), sus discursos apuntan directamente a políticos y gobiernos, en especial a los de naciones ricas como la suya: “¿Cómo podemos esperar que países como India o Nigeria se preocupen por la catástrofe climática si a nosotros, que lo tenemos todo, no nos importa ni por un segundo?”, dijo en el encuentro de Extinction Rebellion en Londres, el año pasado.

En su cruzada la siguen multitudes de niños y jóvenes de todo el mundo, una generación entera despojada de cinismo sobre la cual los medios rancios ya no tienen ningún poder. Greta y sus seguidores parecen haber entendido en unos pocos años lo que a varios nos llevó mucho más tiempo: que el sistema político y económico en el que vivimos no sólo acrecienta día a día la desigualdad sino que está devastando el planeta y las formas de vida que lo habitan. O, como señalaba Marcelo Cohen en este mismo foro citando a Claire Sagan: que hablar de catástrofes ambientales sólo en términos de clima es un error peligroso. Los temas de justicia ambiental se entrecruzan indudablemente con los problemas de desigualdad socioeconómica. Que una adolescente lo haya entendido y se lo cuente a tanta gente con palabras sencillas ¿no es digno de celebrarse?

 

“Necesitamos nuevos modos de pensar. El sistema político que ustedes han creado se basa en la competencia… esto tiene que terminar, tenemos que dejar de competir entre nosotros, tenemos que cooperar y trabajar juntos y compartir los recursos del planeta de un modo justo. Tenemos que empezar a vivir dentro de los límites planetarios, enfocarnos en la equidad y dar un paso atrás por el bien de todas las especies vivientes. Tenemos que proteger la biosfera, el aire, los océanos, el suelo, los bosques…”.

 

Mientras escribo esto, un año después de ese primer gesto pequeño de desobediencia civil de faltar a la escuela, Greta navega en velero hacia Nueva York, donde participará de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. Viaja en barco, como viaja en tren por Europa, para no contribuir a la huella de carbono que los aviones imprimen en la atmósfera. Después de eso bajará hasta Santiago de Chile para asistir a otra instancia del coloquio en diciembre.

 

“En vez de buscar esperanza, busquemos actuar. Únicamente cuando actuemos la esperanza llegará”.

 

2. Año 2900: muere el último árbol, desaparece la última cosecha y el mundo vegetal deja de existir. La destrucción total de las plantas es el modo que han encontrado los humanos para deshacerse de su gran enemigo, los insectos. Frutas y verduras son algo del pasado y los nutrientes y la comida sintética son la solución al problema. Del campo se pasó al laboratorio; de la granja a la farmacia. La eficiencia del sistema económico humano ha alcanzado su punto máximo: “Hoy no hay desperdicio. Todo se convierte en comestible. Tiempo atrás los hombres aprendieron a reducir toda la materia a sus elementos constitutivos, de los cuales hay casi un centenar, y a reconstruir esos compuestos para la alimentación”. Sin embargo, a pesar de haber ganado la guerra contra las plagas y el hambre, la humanidad vive sumida en una tristeza inexplicable.

Lo anterior es el argumento del cuento de ciencia ficción The Miracle of the Lily, escrito en 1928 por Clare Winger Harris, una pionera del género. Se trata de un mundo donde gran parte de la vida ha sido aniquilada a partir de un proceso de abstracción (lo que “Bifo” Berardi llama “la eternidad del capitalismo”, donde el valor abstracto ha subyugado lo concreto de la vida). Ya no se consumen alimentos sino nutrientes. No frutas y verduras sino vitaminas y minerales aislados. Y aunque fue concebida como una obra de especulación, esta historia bien podría ser un capítulo de otro libro, de otra mujer, escrito cien años después. Mala leche (2018), de Soledad Barruti, es una investigación periodística que podría leerse como una maravillosa obra de ciencia ficción como la de Harris, si su contenido no fuera tan real y devastador. En sus páginas encontramos personajes y situaciones que parecen salidos de una imaginación distópica: talentosos estilistas de comida que con tanzas y jeringas vuelven apetitoso un pedazo de goma pintada; una corporación oscura que prohíbe el almacenamiento y el intercambio de semillas; pueblos indígenas enteros engañados para sustituir el alimento más perfecto de nuestra especie —la leche humana— por el brebaje oscuro, gasificado e infinitamente azucarado al que llaman “la chispa de la vida”; vacas agónicas, fertilizadas sin cesar y luego separadas de sus terneros, que producen un líquido cada vez más aguado y enfermo. Y también: mujeres que donan leche para los bebés de otras, pequeñas cooperativas de granjeros que buscan respetar los ciclos de cultivo de la tierra y personas en todo el continente oponiéndose cada vez con más firmeza a los embates de una industria gigantesca de comestibles que apunta a los niños como principal consumidor de su chatarra. Mala leche no es ficción especulativa porque está pasando hoy, aunque lo que cuenta Barruti dejaría perpleja y desarmada a la misma Harris, y a cualquier otro escritor de ciencia ficción que se arrimara a sus páginas.

A Soledad Barruti, que ya se convirtió en un personaje público, aunque a una escala definitivamente menor que la de Greta Thunberg, también se le exige coherencia, se le pregunta, como a una madre, “¿y entonces qué comemos?”, se la trata de intrusa por meterse en un ámbito en el que no tiene credenciales oficiales (como si hiciera falta tener un título para hablar de comida). Su investigación molesta a muchos porque ata cabos sueltos y explica con elegancia y contundencia, con ejemplos potentes, cómo es que el agronegocio, los monocultivos, las formas viciadas del consumo y los brutales tratados de libre comercio atentan directamente contra la salud de la gente, la soberanía alimentaria y la preservación de la biodiversidad del planeta. Soledad, como Greta, es de esas personas que hacen que otros empiecen a ver con más claridad las conexiones que antes eran borrosas. Mala leche es triste e impactante pero no pesimista. Echa luz sobre un cruce interesantísimo que hasta hace poco era para nosotros muy difícil de ver en un contexto latinoamericano y argentino: el que existe entre los derechos sociales, el feminismo y la justicia ambiental. Lo hace mostrando formas nuevas y absolutamente concretas de acción: la agroecología o las políticas de apoyo a la lactancia materna, por ejemplo. Hay que idear formas alternativas de consumo y abandonar la guerra contra la naturaleza, dice Barruti, especialmente en América Latina, donde todavía hay enormes reservas capaces de alimentar al mundo y un acervo cultural que, a pesar de todo, nunca cortó su relación con la tierra. Esa tarea debería ser reivindicación central de nuestra soberanía y no una lucha aislada y anecdótica de los ambientalistas.

Al mismo tiempo que los países ricos como el de Greta reducen el consumo de ultraprocesados, prohíben el azúcar en las escuelas y llenan sus alacenas ¡oh! de quinoa, paltas y cacao de buena calidad, en países como el nuestro, sumidos en crisis cíclicas y endémicas, el consumo de chatarra es visto como un signo de progreso y un valor asociado al ascenso social. Alguien me dijo una vez, hablando de los finlandeses y su sensibilidad ecológica, que serían capaces de llorar ante un árbol talado. Lo creo, porque la gente de estos países nórdicos suele ser sensible y generosa. Pero no creo que sepan que sus gobiernos y sus empresas mandan sus papeleras infectas a Uruguay. Tampoco creo que a los noruegos, conocidos amantes de la naturaleza, les importe que las salmoneras contaminantes que su país ya no quiere vayan a parar a Chile y Argentina. Y usando la misma lógica de Greta me pregunto: ¿y por qué debería importarles? Si a nosotros la devastación de nuestras tierras no nos importa ni por un segundo.

Mientras el humo de la Amazonia, en llamas desde hace dos semanas, oscurece el cielo de San Pablo y se cierne sobre las fronteras de las naciones vecinas, es imposible no ver el hilo invisible que tensa todos los eventos de este mundo. En América Latina, tierra históricamente explotada para el consumo de otros, las consecuencias de la alianza entre capitalismo salvaje y destrucción de la biodiversidad deberían saltarnos a la cara hoy más que nunca. Al mismo tiempo, ninguno de nuestros partidos políticos tradicionales parece haber entendido ni vislumbrado las implicancias estratégicas (aunque se manifiesten a largo plazo) que tendría recoger el guante de la causa ambiental, hoy casi exclusiva de los jóvenes, y eso habla tanto de su desinterés como de su torpeza. Pero alianzas impensadas están por venir, reconfiguraciones necesarias. Es como si el organismo gigantesco que conformamos, enfermo del sistema que alimentamos todos los días, diera cada tanto débiles señales de salud, brotes que crecen en la tierra quemada, como en el desenlace del cuento de Clare Winger Harris. Porque en el fondo no se trata de luchar contra la extinción sino contra la tristeza de un mundo que se pretende imperecedero. Se trata, en el fondo, de abrazar lo que nace, muere y vuelve a la tierra y algunas veces encuentra mensajeras en forma de mujeres hermosas y valientes como Greta o Soledad, que son, como las semillas, pequeños milagros.

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