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En binomio con un ser humano generalmente virtuoso aunque igualmente solitario, las criaturas de Guillermo del Toro tienen el aplomo necesario para operar a favor de la otredad. Así fue desde su deslumbrante debut, Cronos (1993), que devolvió al género la vitalidad perdida y a los espectadores la esperanza de obtener sofisticación en un molde bien conocido, y no sólo hablando de cine mexicano. Este giro contemporáneo marca la diferencia con las cintas clásicas de monstruos, que surgen de lo opuesto: lo diferente existe, incluso puede ser objeto de compasión, pero al final siempre resulta una amenaza. Para mayor énfasis, en La forma del agua (2017), suerte de reelaboración libérrima de El monstruo de la laguna negra (1954), el director se apoya en un manual de inclusión y palomea los elementos de un guión muy correcto: una joven muda, un homosexual, una mujer negra, un extranjero que se pasa al lado bueno durante la Guerra Fría y, por supuesto, un monstruo, el más carismático y poderoso de su catálogo.
Filmado en clave de ensoñaciones francesas à la Jean-Pierre Jeunet en el industrializado Baltimore de principios de los sesenta, este cuento avanza plácidamente por los terrenos del cine de matiné con salpicaduras que revisten de atrevimiento el hilo narrativo; pensemos en lindas masturbaciones matutinas, desnudos y cachondeos. Por supuesto, mucho del metraje se va en prodigar contexto y situar a los personajes en la sociedad opresiva de la época, que segrega a los negros, margina a los homosexuales y cosifica a las mujeres, dentro de historias secundarias que se abren y se cierran como pequeñas puertas ensambladas en una escenografía gigantesca. La otredad queda, a estas alturas, incluso sobrerrepresentada.
A través del engranaje de polos opuestos, el director parece comentar la importancia del reverso, de aquel costado en penumbras que sostiene el precario balance del mundo (dividido en dos bandos, recordemos). De esta manera se explica que la mujer muda adore las películas cantadas, que la empleada graciosa sufra en su ámbito doméstico y que el gay solitario dibuje carteles publicitarios de familias felices. El concepto es poderoso y pertinente, pero hilvanado sólo en el plano temático. Sin gestos formales que aporten balance a la fantasía, deriva inevitablemente en excesos narrativos; ciertas miradas enganchadas quizá los encontrarán justificados y hasta encantadores, pero difícilmente convencerán a las más distanciadas. Es decir, los villanos confeccionados con horma de caricatura son peccata minuta si se pone atención a la sobrecarga en algunos recursos: el agua como motivo y como metáfora, por ejemplo, que lo mismo se usa durante el sexo que para enfatizar la discapacidad de la protagonista. Tampoco se escatima en elipsis ingeniosas y movimientos de cámara exageradamente fluidos (el agua, de nuevo) y acompasados al ritmo de la omnipresente música. El resultado es una artificialidad calculada que se asemeja peligrosamente a los acartonados sets de los musicales que aparecen citados, como si algo torcido, lo verdaderamente transgresor, se escondiera detrás de la cortina y nos fuera negado.
Del Toro lo traza bien parecido: con algunas escamas, nada grave, ojos inmensos y expresivos, boca carnosa y un miembro escondido (porque en los cuentos eso no se ve) que regala una imborrable mueca de satisfacción a quien lo experimenta. El Brad Pitt de los monstruos termina enloqueciendo a la protagonista, naturalmente: jamás uno de su especie resultó tan irresistible, ni siquiera la Bestia enamorada de la Bella a la que Disney disfrazó de aristócrata buena onda. Esta criatura regala orgasmos y, al parecer, no pocos. Más guapa que repulsiva, más seductora que atemorizante, tiene incluso el don de regenerar la materia, de prodigar nuevas oportunidades, de poner en marcha este mundo de artificialidad bonita y de pequeñas historias bien articuladas: es una máquina de felicidad a la que no es descabellado leer desde muchas aristas, todas alrededor del poder, incluyendo la religiosa y hasta la del propio star system de Hollywood. En un giro de doble filo, el hombre pez incluso es capaz de transformar a la mujer enamorada para que viva como él y llevarla a su entorno. Ahí, fuera de la normalidad, realmente nada ha cambiado: ahora simplemente existe un nuevo “otro”. Revestido de infinito poder seductor, que poco problematiza el discurso de la otredad, el monstruo que ha fabricado Guillermo del Toro se antoja tan amenazante como sus antepasados.
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