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Lo antisocial o el esnobismo reaccionario

DISCUSIÓN

¿A quién beneficia hoy en día defender que el arte tiene un valor misterioso e incapaz de ser reglado? ¿Qué intereses se esconden tras los ataques camuflados de ironía a las personas y colectivos que están atentos al malestar de lxs artistas, proponiendo lugares de encuentro, herramientas de negociación colectiva y maneras dignas de vivir del arte? ¿Qué tipo de pereza intelectual es la que de buenas a primeras cede ante la dificultad epistemológica y ontológica de valorizar el arte en términos económicos (lo que desde hace décadas, obviamente, no se reduce a simples flujos de dinero)? O como decía un amigo: ¿qué política proponen quienes hacen bromas con la regulación del trabajo de lxs artistas?

Si Marx y tantos otros hombres y mujeres no hubiesen hecho el esfuerzo de pensar más allá de lo que uno sabe, las condiciones de existencia de la clase trabajadora serían hoy las mismas que las de la mano de obra esclava, sin salario, apurando los domingos para terminar de armar convocatorias. En ese proceso histórico de toma de conciencia consistió, precisamente, el intento de emancipación de muchas personas que, socializando su vulnerabilidad, frente a la explotación y el chuleo sistemático, quisieron dejar de ser obedientes. Pero el arte, de acuerdo con cierto punto de vista tan romántico como elitista, es radicalmente diferente de cualquier otro trabajo; la inspiración que lo suscita no es de este mundo. Lxs artistas no respiran este aire contaminado. Separados de lo común, de lo de todos y todas, sus objetos y esencias cuasi sagradas son más valiosos en tanto y en cuanto son únicos y esquivos a cualquier uso social.

Por la misma evolución del arte queda claro, sobre todo desde el giro conceptual, que traducir tiempo de trabajo a valor de cambio es muy complejo. Hay algo subversivo en cómo el arte desafía toda ecuación. Ahora bien, con independencia del escaso volumen de dinero que mueve la compraventa, resulta evidente que el sistema del arte está atravesado por los mismos axiomas subjetivos que reproducen el capital. De hecho, el arte tiene un lugar privilegiado en esta última fase del capitalismo, y no sólo por su conexión con el turismo o su capacidad para crear seguridad en un mercado agotado de especulación, sino —y sobre todo— por cómo un grupo minúsculo de coleccionistas, artistas, galeristas y otrxs agentes acumulan el poder y los recursos que extraen de los deseos de la mayoría. En este caso, como siempre, los privilegios de unos pocos no dependen de otra cosa que de la desposesión del resto. La defensa del statu quo, al querer clausurar la discusión sobre el valor del arte por la vía de su inefabilidad, al reproducir una situación sin salida, tiene el signo de una proclama antiigualitaria, en realidad no muy distinta de la que últimamente reúne en la avenida 9 de Julio a personas contrarias al papel del Estado como árbitro entre el mercado y el interés personal.

Sin embargo, ocurre que desde marzo un virus con menos neuronas pero más agencia que el mismísimo Lenin, de golpe ha despertado la conciencia de trabajadores y trabajadoras. La crisis que viene ha terminado de propiciar que no entiendan cómo es posible que, a pesar de la dedicación, la fatiga, la ansiedad y la depresión que es efecto de la autoexplotación, sean incapaces de pagar las cuentas a fin de mes. Para ellxs, que en algunos casos se han llegado a endeudar para continuar su formación indefinida, el “más allá de la miseria” ha dejado de ser concebible. En esta coyuntura, lo que está en juego es la supervivencia en el sentido más material, el librarse o no del fatal juego de dejar morir y no hacer vivir que inspira la necropolítica contemporánea.

Pero es más fácil repetir que el arte se escapa al valor, porque del valor de uso del trabajo de cuidados y transmisión del saber (llevado a cabo informalmente en talleres y clínicas) es mejor no hablar. De manera indirecta, hay quien sostiene que es imposible encontrar la forma de hacer que los intercambios sirvan a las necesidades comunes antes que a la tasa de ganancia y la legitimación social. Que no hay una regla capaz de traducir las horas de trabajo (tampoco en contextos donde pasarlo bien con otrxs no deja de ser una forma de estar laburando) al bajo dominio de lo monetario donde las personas sin renta malvivimos. Resulta que el arte nada más puede medirse en términos de amor, un tipo de riqueza que, visto lo visto, para la mayoría resulta empobrecedora.

Del lado de lxs débiles y lxs trasnochadxs, del tarifario y de iniciativas como el censo de Artistas Visuales Autoconvocades, está el deseo de querer vivir dignamente sin recurrir a becas extraordinarias donde la miseria es puesta a competir, sin deshacer la complejidad del campo del arte, la lucha por poder vivir de lo que unx sabe hacer, pero a veces no ama. Por suerte, sólo una pequeña facción de Silicon Valley piensa que anarquismo es sinónimo de desregularización. Y sobre todo: no debemos pasar por alto que las crisis son algo más que los momentos en que la dominación aprende a sofisticar y hacer más deseables sus aparatos.

Leo en un libro de Jean Baudrillard que disimular no es lo mismo que simular. No podemos seguir fingiendo tener lo que no se tiene. Algo está por explotar cuando se camufla la precariedad bajo el disfraz grosero de la palabra “proyecto”. Más que nada porque “aquel que simula una enfermedad acaba teniendo síntomas de ella”. Así que, de despedida, como un balón de oxígeno que quiere renovar el aire en una atmósfera de sofoco, deseando que circule algo donde no pasa nada, va una última tanda de preguntas que me dicta otro amigo: ¿cuál es el precio (en dinero esta vez) que está dispuesta a pagar la “aristocracia” local por su legitimación social a través de artefactos, dispositivos y procesos artísticos? ¿Desde qué perspectiva estética (y ética) se sostiene que el amor resuelve la ecuación arte-vida? Y una vez más: ¿para los intereses de qué violencia trabajan lxs escribas que intentan domesticar a lxs artistas que piden bananas, renta básica y alquilar un PH?

17 Sep, 2020
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