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François Hartog denomina “presentismo” a un presente “inflado” e “hipertrofiado”. Es el tiempo de la instantaneidad de los mercados y la búsqueda del beneficio inmediato. Una exigencia cada vez más grande de la sociedad de consumo en la que las innovaciones tecnológicas “vuelven obsoletos a los hombres y a las cosas cada vez con mayor rapidez”. El “presentismo” es además un régimen discursivo hiperbólico. Como no hay espesor histórico ni horizonte, muchas cosas son presentadas como geniales, inéditas, fuera de lo común o rupturistas. Lux, de Rosalía, puede escucharse como un síntoma musical de estas inclinaciones, y también es posible leer sus paratextos y recepciones en la misma clave.
No es que el nuevo disco de Rosalía sea completamente fallido. En absoluto. Pero chorrea “presentismo” y eso es lo que me interesa. Sus dos primeros discos, Los Ángeles y El mal querer, de 2017 y 2018, dan cuenta de una cantante y compositora talentosa en la que el paso por el Taller de Músics y la Escola Superior de Música de Catalunya (ESMUC) ha dejado una huella. Motomami ya es su entrada en el intercambio global de objetos digitales, y desde su nueva condición de referencia de la industria discográfica irrumpe Lux en el mercado con la lógica nominal que reclama. Un disco para comentar en las redes sociales, guiarse por sus tags: espiritual, clásico, operístico, babélico.
Todo, o casi todo lo que se dice sobre estas quince canciones tiene tanto peso del aquí y ahora que tiende a borrar toda relación con lo pasado y sonado. El fundamento luminoso del disco ha sido expuesto por su autora. Ella dijo haberse inspirado en Simone Weil e Hildegarda de Bingen, una mística, abadesa y visionaria alemana del siglo XII, y también música. Uno se predispone entonces a encontrarse con esas marcas. ¿Qué reverbera de ese viaje como lectora? ¿Un manojo de citas o apenas el acto de nombrar?
El disco comienza con un piano pueril en “Sexo, violencia y llantas” y luego esta sentencia: “Quién pudiera / Vivir entre los dos / Primero amaré el mundo / Y luego amaré a Dios”. Como si al decir “Dios” una aureola alumbrara la audición. “Qué mejor compañía musical a la hora de la búsqueda de lo trascendente que una orquesta llena de cuerdas que emanan drama y potencia”, señaló Rolling Stone. Y aquí irrumpe uno de los rasgos hiperbólicos de Lux. Lo que “llena”. La cuerda a la vez como sinónimo de prestigio y encumbramiento que en “Berghain” presenta su punto más expansivo. Acompañamiento vivaldiano y uso del alemán, puro pastiche, que también le debe a Carl Orff, el autor de Carmina Burana, cuya afiliación al Partido Nacional Socialista ha quedado completamente en el olvido. “Sólo soy un terrón de azúcar / Sé que me funde el calor”, canta. Pero luego se inserta Bjork: “La única forma de salvarnos es a través de la intervención divina”. La coherencia textual se pierde en favor de las alianzas afectivas y comerciales. Rosalía le debe mucho a la islandesa en el uso de la electrónica y cómo mezclarla con las cuerdas. En discos previos, las cuerdas han tenido resultados menos pretensiosos y más contundentes. El primer corte de su álbum debut, “Si tú supieras, compañero”, es más avanzado que la rimbombante o trillada paleta de Lux.
Ella canta en “Mundo nuevo”: “Ya, quisiera, quisiera yo renegar / De este Mundo por entero / Volver de nuevo a habitar”. Pero estamos ante una canción afirmativa con todo lo trillado del arreglo. Esa textura de lugares comunes presenta una curiosidad. Rosalía convocó a la compositora norteamericana Caroline Shaw, ganadora de un Pulitzer y representante cabal de la “new simplicity”. Shaw toca el violín y también canta en alguna de sus obras. Es refractaria a la complejidad que cultiva Kate Soper, una compositora, cantante y directora de su misma generación (ambas nacieron a comienzos de los ochenta). Sin embargo, al abordar la forma canción en su disco “experimental” Narrow Sea, lo hace con una encantadora sobriedad: percusión de latas, pianos muteados o con cuerdas tocadas con baquetas. Nada de esto sucede en Lux, completamente ganada por la convención, el parámetro de amplitud Grammy, y una verdadera victoria del poder de la megaproducción musical. “En nuestra colaboración, ella decide las melodías y las estructuras, y yo luego entretejo los fragmentos corales. Es una colaboración equilibrada, sin que ninguna de las dos tenga el control total”, dijo no obstante Shaw.
Disco de tópicos, entonces. Uno de ellos, lo “operístico”. Desde ya que Rosalía no quiere pasar por cantante lírica, pero en su obstinación de llevar la voz hacia los registros agudos, los menos inteligibles para comprender qué se canta, invita todo el tiempo a que cierta vulgata sobre la “alta cultura” sobrevuele parte de las canciones. El “Aria de la Reina de la Noche” de La flauta mágica instituyó algo así como una referencia técnica, dramática y simbólica en el mundo de la ópera. Una soprano que llegaba a ese Fa 6 sobreagudo con potencia y comodidad merecía sentarse en el Olimpo del reconocimiento. Esa voz que puede romper un límite constituyó un parámetro de destreza que también tuvo su recurrencia en la música popular. El agudo o sobreagudo como blasón. De Freddy Mercury al maravilloso falsete de Milton Nascimento, de Kate Bush a Tori Amos o Esperanza Spalding, ese registro siempre nos dice algo. No creo que suceda siempre con Rosalía, acaso por un exceso del ademán que la acerca más a Andrea Bocelli o a Montserrat Caballé cuando canta a dúo con el líder de Queen en “Barcelona”, nada menos. La mejor Rosalía es la que evita la desmesura de “Mio Cristo piange diamanti”, una canción que bien podría haber ganado el Festival de San Remo. Ahí están “La Perla”, preciosa también con su “terrorismo emocional” de la orquesta, “La yugular”, apenas con una guitarra, y todos los paseos por el flamenco que domina tan bien (qué linda y breve es “De madrugá”), visitas que a la vez arruina cuando aparecen las cuerdas que nos recuerdan los usos del género en el cine del franquismo, de donde sale precisamente Marisol (quien una década más tarde, en plena transición, se fotografía desnuda para la revista Interviú, antes de casarse con Antonio Gades).
“Soy tu reliquia” es algo así como un manifiesto de la ligereza multicultural con un acompañamiento al más ligero Steve Reich. “Perdí mi lengua en París”. Y entonces aparecen todas. La encantadora “Divinize” es cantada en catalán e inglés, y tiene cierto perfume armónico de Radiohead en la introducción. En “Porcelana” se canta en latín, inglés, castellano y japonés (en Google se nos muestran los ideogramas: la prueba de una literalidad). A lo largo del disco se recurre a catorce idiomas, entre ellos el portugués propio de un fado en “Memoria”. Tomar la lengua del otro puede ser un hecho político, un posicionamiento sobre la alteridad, pero también un juego de posibilidades con la inteligencia artificial. No son justas las comparaciones, pero si señalamos al principio el gran problema del “presentismo” como registro único, vale acá recordar el concierto que Franco Battiato ofreció en Bagdad después de la guerra de 1991 y por razones humanitarias. Allí cantó en árabe, acompañado de una orquesta de músicos de ese país, uno de sus temas más estremecedores y también espirituales. “¿Por qué los gozos del más profundo afecto / O del anhelo más sutil de pulso / Solo son la sombra de la luz?”. Luz también en este italiano seguidor de Gurdjieff.
Lux, en fin, tiene buenos momentos y un sistema acotado de citas o de particiones no lo convierte en un disco conceptual o temáticamente unificado, algo que sí podemos detectar por ejemplo en Queens of the Summer Hotel, grabado por Aimee Mann hace cuatro años, y basado en las memorias de la escritora norteamericana Susanna Kaysen, Girl, Interrupted. Es cierto que si el parámetro de valoración es la chatura del presente mainstream, Lux se revalúa. Pero ese es un ejercicio autoindulgente y de renunciamiento a la crítica. Vivir en Instagram y exaltar lateralmente el recogimiento de las místicas debería al menos llamarnos a la sospecha.
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