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Mi vínculo con Marcelo fue de colaborador. Durante unos cuantos años, lo ayudé en la gestión de la sección de literatura traducida en Otra Parte, tarea que hoy comparto con el amigo invisible Juan Comperatore. Antes de eso, como muchos otros, me había acercado a la revista para comentar libros y sobre todo para conocer a Marcelo, que recibía a los nuevos colaboradores de esa sección. Nos preguntaba qué estábamos leyendo y qué nos gustaría leer. Ese era el verbo que se repetía en los correos electrónicos: leer, no escribir, mucho menos “hacer crítica”. La entrega de una nota podía derivar en varios intercambios sobre el libro leído y los demás libros que se podrían explorar a partir de esa lectura. Creo que el carteo de Marcelo con los recién llegados no era sólo por gentileza, para darnos la bienvenida, sino también por algo parecido a una grafomanía juiciosamente dosificada. Siempre queda algo más para decir sobre un libro, bueno o malo, y Marcelo invitaba a pensar en esa dirección.
Al poco tiempo nos conocimos en persona para una entrevista que me encomendó una revista mexicana. Empezamos a encontrarnos cada tanto para tomar “cafeto”, que él pedía siempre con el agregado de un vaso con hielo: echaba el café en el vaso, esperaba unos minutos y se lo tomaba frío, algo que para el provinciano que sigo siendo se convirtió rápido en un gesto de discreta sofisticación.
No recuerdo la fecha exacta, pero debo haber ingresado en la sección “Otras literaturas” en 2016 o 2017. Si algo puedo aportar ahora a este homenaje es el haber asistido a Marcelo en un área de la revista que todo el tiempo recibía novedades, y a la que con cierta regularidad llegaban libros traducidos por Marcelo Cohen. Las traducciones de Marcelo casi no se reseñaban —él prefería dejarlas pasar—, pero cada tanto arribaba algún libro que sí le parecía importante cubrir. En esos libros estuve pensando estos días, a partir del puñado de ideas disparadoras que recibimos de Juan Maisonnave para el homenaje en el Centro Cultural Recoleta.
Una de esas ideas me llamó la atención: cuál es el lugar de Marcelo, como narrador y traductor, en el canon argentino. Sobre la parte central de este enunciado no tengo nada para decir. El lugar de Marcelo en el canon es el que es: uno propio, definitivo, con su nombre fileteado. Dónde se ubica con exactitud —al lado, arriba o debajo de quién— no es una cuestión muy interesante de indagar, mucho menos si tengo que ser yo quien opine al respecto. Lo que sí me parece sugestivo es poner en el mismo plano al narrador y al traductor. Marcelo nos acostumbró a esa dualidad: cuando pensamos en él, ambas vocaciones se acompañan. Todos sus lectores llevamos décadas destacándolas en tándem, como si la obra propia y la traducida no pudieran desprenderse de la unidad que conforman. No veo ahí un demérito para ninguna de las dos. La combinación más bien empuja los bordes de la figura de Marcelo, la amplifica y hace de él algo más que un gran escritor y traductor.
Cuando uno lee su ficción, se da cuenta enseguida de que esas narraciones vienen con gente detrás. Todo escritor carga con su familia de escritores precedentes y esa influencia siempre aparece, más o menos solapada, en el libro que escribió o está escribiendo. La diferencia con las novelas y los cuentos de Marcelo es que esa anterioridad se matiza y se ahonda, quizás porque ya no se trata sólo de leer. O porque traducir y escribir son mucho más que leer dos veces.
Vuelvo sobre los traducidos de Cohen que cada tanto aterrizaban en la revista y que luego, depuración mediante, eran elegidos para ser reseñados. Durante los años que compartí sección con él, algunos nombres se reiteraban. El más inmediato que se me ocurre —una mención casi perezosa— es M. John Harrison, y no sólo porque Marcelo tradujo gran parte de su obra al español. Harrison y él son escritores afines; ambos renovaron, con un lenguaje sumamente personal, varios géneros sin encerrarse en ninguno: la distopía, la ciencia ficción, el fantástico. Poco antes de la muerte de Marcelo salió publicada, traducida por él, una de las últimas novelas de Harrison: La tierra hundida ya vuelve a levantarse. Era un momento de vacío gigantesco en la revista y quizás abusé de su gentileza al pedir la novela para mí. Quería reseñarla yo. Aunque ya había comentado a Harrison un par de veces y quizás no hallara nada novedoso para improvisar sobre la forma de sus novelas o sobre sus obsesiones recurrentes, de todos modos quería reservarme la posibilidad de rendir un homenaje personal, más egoísta que secreto, al tiempo que había pasado con Marcelo hablando de los libros y autores que nos gustaban a los dos. La tierra hundida… no está entre mis Harrison preferidos, noto algo iterativo en la forma de encarar la trama, en la morosidad con la que el fantástico va levando, pero ahora no me importa eso. Como nunca con una traducción de Marcelo —con la traducción de cualquier otro traductor, para el caso—, sentí físicamente que en el mismo libro pulsaban dos voces. Ahí dentro estaba Harrison, claro, con su cadencia y su ritmo, y estaba también Marcelo, con las palabras que usaba en sus propias ficciones, en sus correos electrónicos y en las conversaciones telefónicas que habíamos mantenido durante los dos últimos años de pandemia, aislamiento y rehabilitaciones malogradas. Descubrir al traductor debería entenderse como una interferencia, como un fracaso en la traslación. No lo viví así: las voces de Harrison y Marcelo armonizaban, coexistían. Puede que haya un agregado emocional en esto último; tampoco me importa. Marcelo estaba ahí con Harrison, estaban los dos conmigo, los estaba leyendo de manera simultánea.
No sé qué habría pensado Marcelo sobre estas cosas que cuento. Quizás habría dicho algo así como “Bueno, muchacho” y cambiado de tema con elegancia. Y entonces estaríamos ante un problema, porque hablarle de Harrison y de él habría sido apenas el comienzo de una larga lista de nombres y preguntas. Habría querido saber de Felicidad clandestina de Lispector —a quienes crean que Lispector y Cohen son escritores distantes, les sugiero que busquen la traducción de Corregidor, reeditada hace no tanto—, de Roussel, de los primeros Ballard. Le habría preguntado por Gene Wolfe. Los mundos de Wolfe dialogan cara a cara con el Delta Panorámico. El libro del sol nuevo presenta un universo inabarcable pero finito, en cuyos confines todo se fragmenta sin terminar de erosionarse. Los límites de ese universo son un vertedero desertificado de pirámides, rascacielos y otros detritos de humanidad. Aun con las consabidas discrepancias, las pesquisas y los maridajes de cada uno —a diferencia de Marcelo, Wolfe fue un habitante pleno del fantasy—, si pasamos revista a los libros del Delta, la imaginería compartida emerge sola. Basta releer Gongue, con sus islotes de despojos y riachos de agua turbia, para comprobarlo.
El tráfico entre Marcelo y sus traducidos afines continuó hasta sus últimas producciones. Hay un cuento de Llanto verde —su último libro de ficción—, el relato tristísimo de una noche compartida entre amigos en la víspera del fin del mundo, que remite a los cuentos mutantes de Kelly Link, escritora a quien Marcelo admiraba mucho, a la que tradujo y sobre la que escribió un ensayo muy preciso acerca del modo en que Link trabaja las fragilidades y los humores de la adolescencia en contextos tan agresivos como el actual, donde el fantástico se vuelve casi necesario.
Queda mucho por decir sobre el Cohen crítico, sus reseñas inigualables, Un año sin primavera y la intensidad que imprimía a sus textos sobre cuestiones del mundo real que deberían importarnos más a todos. Pero me gustaría cerrar recuperando el comienzo, aquello de que los libros de Marcelo vienen con gente. No se trata sólo de sus traducidos afines, sus influencias y los escritores que lo interpelaban. Hay también muchos Marcelos dentro de Marcelo Cohen: el narrador, el traductor, el periodista, el ensayista excepcional, el melómano, el Marcelo amigo, el Marcelo maestro. Haberlo conocido y seguir leyéndolo y releyéndolo es una felicidad múltiple. Gracias, Marcelo, de verdad. ¡Salud!
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