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Notas a propósito de la reposición del happening de Oscar Masotta, leídas en público dos días después con la idea de incitar a una conversación

DISCUSIÓN

1. Comparada con la violencia extrema que la calle y los medios exponen y retroalimentan diariamente, la violencia dirigida contra estos actores subocupados resulta, cuarenta años después de su primera presentación, de una candidez casi simpática.

Estamos sujetos a niveles tan altos de agresión sobre nuestras mentes y nuestros sistemas perceptivos que, en la medida en que no nos sustraemos a ese impacto, aceptamos las condiciones de nuestra propia destrucción. Es la marcha hacia —si no directamente la instalación de— el abatimiento y la insensibilidad como presupuestos de existencia.

El viernes pasado, al presenciar el happening de Masotta repuesto por Dora García, no sentí incomodidad. Como mucho, algo parecido a una pena, pero casi imperceptible. En primer lugar, porque los actores estaban caracterizados como lúmpenes, y siendo así delineados como personajes, y aunque se les hubiese pedido que no actuasen, ya estaban actuando. Actuaban como mínimo su presencia, y en ese sentido ya estaban en estado de ficción. Y aunque más no fuera por medio de esa presencia y de esa caracterización, se ponían a resguardo de lo que, de otro modo, sí hubiera sido un acto físicamente agresivo y moralmente humillante. No estaban exhibidos y sometidos a maltratos (muy moderados, hay que decirlo) en tanto que actores, sino en tanto que personajes. Y actuaron la ficción de unos personajes maltratados como podrían haber actuado las escenas impasibles de Esperando a Godot.

En La familia obrera (1968), Oscar Bony exponía a un matricero y su familia en una sala del Centro de Artes Visuales del Instituto Di Tella, y los exponía como piezas de arte en un museo —de manera no muy distinta de como se exhibían indígenas americanos en una exposición europea de 1900— y ahí sí había objetualización. Porque las condiciones en las que eran exhibidos se correspondían punto por punto con la lógica de la institución: sobre un pedestal (como una escultura), a cambio de una paga, respetando las jerarquías —y por lo tanto, los lugares— de la representación artística, social, económica, política.

En Para inducir el espíritu de la imagen no existe esa adecuación, y este es el segundo punto. Una tarima en una sala no teatral es una segunda ficción que impone una distancia aún más contundente respecto de ese espectador al que, como dijo Masotta a posteriori para justificar el happening ante sus amigos, se lo había sometido a una escena de “sadismo social explicitado”. El de la tarima es una especie de extrañamiento brechtiano que acentúa, señalándolo, lo ficcional de la ficción, pero sin confrontar al espectador con una situación real. Actores en tanto que actores sometidos a esos maltratos en una sala teatral hubieran producido el efecto opuesto.

2. En todo caso, me siento un igual de esos actores y podría haber estado en lugar de alguno de ellos por esa plata. De hecho, y como si hubiera sido planeado, yo cobro por esta charla lo mismo que los actores por sus dos presentaciones: dos mil pesos. La diferencia es que ellos no tienen que preparar nada, y yo sí. Yo tengo que venir a ver su hora y media de performance paga, preparar un texto, o una serie de notas, presentarme en un encuentro público, debatir, etcétera. O sea que, de todos, el peor pago soy yo. Y Eduardo Costa, claro, el otro ponente invitado.

Sin embargo, esta vez nos pagan bien. Dos mil pesos por un par de jornadas de trabajo, para un cognitario del montón, es una buena paga. Cuando digo “cognitario del montón” me refiero a los agentes —en este caso culturales— que de una u otra manera trabajan para otros, da igual si como asalariados o como contratados, en blanco o en negro. Pero pagarnos bien es la excepción dentro de un promedio de malos pagos. Así, el happening de Masotta se transforma, imprevistamente, en una especie de espejo de la realidad laboral y social actual.

¿En qué sentido nos pagan mal? En el sentido de que, con esas pagas excepcionales que explicitan la norma, más las pagas promedio, apenas si logramos mantenernos dentro del ejército de clase media cuentapropista que viene en caída libre hace por lo menos tres décadas. Porque o bien se acepta la paga que hay y se vive con lo poco que se tiene, o bien se emprende el viaje de ida del hipertrabajo y se renuncia a la vida, al tiempo, a los cuerpos, a las circunstancias.

Cada vez menos derechos sociales, cada vez menores salarios u honorarios, cada vez peores condiciones generales de existencia. Lo cual no sólo está agudizando la institucionalización implícita de ciertas formas de sometimiento, sino también generalizando el reclamo “desde abajo” de la reincorporación de antiguas formas de resolución de conflictos basadas, en el mejor de los casos, en la ley del talión.

La sociedad de mercado las pide cada vez más. La sociedad de mercado piensa cada vez menos y exige soluciones cada vez más drásticas. El Estado Islámico no es el Otro. El Estado Islámico es el espejo de nuestra miseria ética, al que vemos cada vez con menos pudor. Ya no es aquello que querríamos ver por todos los medios como la imagen de nuestro Opuesto, sino lo que cada vez más, consciente o inconscientemente, consideramos ejemplo de la solución final que en el fondo anhelamos. Ese deseo obtuso de venganza y ese flirteo con la muerte es otra forma de hablar de lo que hoy muchos llaman “fascismo posmoderno”.

Es como si el sadismo que Masotta intentaba explicitar en 1966 se hubiera transformado en consenso. En un ensayo que piensa la relación entre Para inducir el espíritu de la imagen y La familia obrera, Mario Cámara cita un artículo donde Oscar del Barco, en 1969, decía:

“Al institucionalizar el asesinato y la prostitución, Sade se sitúa en el límite y lo que hace es poner del revés la sociedad; no se trata de una provocación sino de la institucionalización de lo que no es posible, de aquello que en esta sociedad es impensable como Norma. Se erige como monumento lo que esta sociedad rechaza porque es su esencia última. Mediante la institucionalización del Mal, Sade corroe su antinomia y habla de otra cosa. Esa otra cosa es el Enigma.

Ya podemos hablar del objeto Sade: esa máquina de tiempo que está allí, silenciosa y enigmática, para demostrar que hay un mundo, para dar vueltas las cosas; eso que de una u otra manera no deja descansar esta sociedad, que como una rata muerta en medio de una mesa bien servida está allí como una presencia autónoma, que no quiere decir nada al margen de sí misma, que no implica una enseñanza o un mensaje, pero que como presencia es lo inaceptable, la corrupción de algo aparentemente incorrupto, el hueco de algo lleno, ese objeto que no se dirige a nadie pero que hace temblar el mundo”.

Confrontada con el presente, la cita permite afirmar: la rata muerta está sobre la mesa, pero la mesa no está bien servida. La propia mesa es la ratonera y los comensales —cualquiera puede serlo— comen a los que se encuentran lo suficientemente débiles como para convertirse en presas. Y como se satisfacen descaradamente, resulta difícil que alguien pueda decir: por el bien individual, por el bien común, piensen dos veces antes de comer de esa manera. Porque en realidad las ratas piden ser tomadas en cuenta desde otra perspectiva, piden ser consideradas como incomodidad radical y como síntoma.

El neoliberalismo, ese sistema social y de gobierno determinado por los automatismos de las finanzas y la orientación silenciosa de las infraestructuras, con prescindencia casi absoluta del Estado de derecho, está incorporado a nuestras vidas como los venenos de las minerías a las napas subterráneas y como los venenos del campo tecnologizado a nuestros cuerpos. Todo está implicado en el neoliberalismo.

Sin embargo, el único problema verdadero es que las mayorías están pidiendo más. Están pidiendo más empresa, están pidiendo más consumo, están pidiendo mayor monitoreo sobre los espacios públicos y mayor autovigilancia por medio de las redes sociales, están pidiendo menor autonomía de los cuerpos, mayor entorpecimiento de la percepción. Están clamando por menos derechos, por menor participación en la vida pública, por nuevas hipóstasis de las viejas dictaduras. Están pidiendo ratas para que la rabia no deje de diseminarse.

Como clase social, somos todos cognitarios, todos mal pagos y mal tratados. Los que menos sufren, al menos en un sentido, son los que aprendieron a venderse como subjetividad en un mercado de ideas, de imágenes y de afectos. El sadismo se explicita en lo social como se explicitan el neoliberalismo y el estado de excepción permanente. Hay entre estos tres planos una relación intrínseca y funcional que, como dice Achille Mbembe, refiere a un mundo “que cuestiona radicalmente el proyecto democrático heredado de la Ilustración”.

 

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