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El miércoles 26 de octubre de 1966, en la Sala de Experimentación Audiovisual del Instituto Di Tella, Oscar Masotta realizó un happening al que llamó Para inducir el espíritu de la imagen. Esa noche, en lo que su autor calificaría luego como “un acto de sadismo social explicitado”, enfrentó al público con una veintena de extras, contratados especialmente para la ocasión y vestidos como lúmpenes, a los que les dio instrucciones para que permanecieran parados sobre una tarima, durante una hora, a la vista de todos, expuestos mientras eran sometidos a una luz intensa y a un sonido penetrante. Por soportar voluntariamente ese maltrato, recibían una paga de seiscientos pesos de entonces, algo que Masotta anunciaba al auditorio, que a su vez había pagado doscientos pesos para ver el espectáculo. Antes de dar inicio a la experiencia, Masotta vaciaba un matafuego frente a todos, aclarando que lo hacía por motivos de seguridad —para mostrar que funcionaba— y también por motivos estéticos.
Cincuenta años después, el viernes 24 y el sábado 25 de junio de 2016, ahora en la Sala de Exposiciones de la universidad que lleva el mismo nombre que el mítico instituto, la artista española Dora García, en el marco de Segunda vez (“un proyecto que utiliza la figura de Oscar Masotta como desencadenante para una investigación sobre arte, política y psicoanálisis”) repitió, en dos ocasiones, el happening de Masotta. Asistí, con más preguntas que entusiasmo, a la primera función. ¿Qué sentido podía tener repetir un happening “célebre”, si no el de sacar provecho de esa fama acumulada a lo largo de los años, construida a partir de cientos de comentarios posteriores que se han ido entretejiendo en torno a la ausencia que ha dejado ese acontecimiento irrecuperable? Podría pensarse que Masotta, cuando hizo su obra en el 66, corría algunos riesgos. Estéticos, políticos, personales. Me pregunto qué riesgos corre Dora García al repetir este happening en el presente. Pero además de estas preguntas de carácter general, que uno podría hacerse con respecto a la repetición de cualquier happening, y en general con respecto a la idea de repetir, recuperar, relanzar en el presente un acontecimiento del pasado, con todos los intereses que en general suelen estar involucrados en este tipo de prácticas, hay otros interrogantes más puntuales vinculados con las características singulares del happening de Masotta y con las circunstancias concretas de su repetición. En el happening de Masotta el dinero y las relaciones sociales ordenadas a su alrededor ocupan un lugar central. Ese es el sesgo propio que él le agrega a la experiencia, que en sí misma es una repetición de un happening de La Monte Young que había presenciado en Nueva York unos meses antes. Para inducir el espíritu de la imagen es, por un lado, un experimento con la percepción; eso es lo que Masotta toma de La Monte Young y reproduce con algunas modificaciones menores. Se trata de someter a un grupo de personas —cinco en el happening neoyorquino, veinte en el porteño— durante un lapso prolongado —una hora en el de Masotta, más de cinco en el otro— a una situación incómoda para los sentidos, bajo la mirada de un grupo de espectadores. Pero el happening de Masotta es, simultáneamente, un experimento con las relaciones sociales mediadas violentamente por el dinero. En primer lugar, Masotta es muy preciso en cuanto a la procedencia social que debían tener sus performers: “los reclutaría entre el lumpen proletariado: chicos lustrabotas o limosneros, gente defectuosa, algún psicótico del hospicio, una limosnera de aspecto impresionante que recorre a menudo la calle Florida y a la que es posible encontrar también en el subterráneo de Corrientes”. Finalmente, cuando el happening se concreta, cambia de planes. Acaso ante la dificultad para reunir un grupo así, Masotta opta por trabajar con actores de bajo presupuesto, contratados a través de una agencia de colocación para extras. Pero además es muy preciso con respecto al lugar del dinero en todo el asunto: “Esas personas venían a ‘trabajar’ por cuatrocientos pesos [finalmente Masotta les dará seiscientos]: era trabajo a destajo, y suponiendo —por imposible— que consiguieran algo semejante para todos los días, no llegarían a reunir más de doce mil pesos mensuales”. Está claro que, para Masotta, era importante que lo hicieran por dinero y que la paga fuera, en términos sociales más amplios, relativamente magra. La idea era que el público presente pensara: “Pobre gente, se somete a esto por tan poco”.
Me pregunto qué pasa, cincuenta años después, con la medida del tiempo y del dinero, y también con el sadismo social. Primer desfasaje: cuando escuché al actor que hacía de “Masotta” anunciar que los participantes, supuestos lúmpenes, le habían pedido ochocientos pesos, pero que él iba a darles mil, lo primero que pensé, medio en broma, fue: “¿Dónde hay que anotarse para actuar en el happening de mañana?”. Compartí la ocurrencia con un amigo y él comentó que mil pesos era mucho más de lo que se paga por hora de clase en cualquiera de los espacios en que ambos nos desempeñamos como docentes universitarios, y alguien agregó por lo bajo: “Al menos a ellos les pagan. Por si no lo notaron, esa planilla que nos invitaron a firmar en la entrada, como quien no quiere la cosa, era una renuncia a los derechos sobre nuestra imagen. Este evento está siendo registrado para una película sobre Masotta de la que nosotros somos extras gratuitos e involuntarios”.
¿Qué ha pasado desde 1966 hasta hoy? ¿Las condiciones del trabajo intelectual se han pauperizado? ¿Se valorizó el trabajo de los extras? ¿Lo políticamente correcto hace insostenible que se diga, por ejemplo, que se va a incomodar con luces y ruido a estas personas por sólo trescientos pesos (una suma por la que, de hecho, seguramente se podría haber encontrado a muchas personas dispuestas a participar)? ¿Por qué entonces se les pagó mil en lugar de trescientos? Segundo desfasaje: es muy diferente la relación que podía tener con ese grupo de lúmpenes Masotta, proveniente de una típica familia de clase media baja de Villa Luro, y la que puede tener una artista contemporánea española. Masotta lo dice con todas las letras en “Roberto Arlt, yo mismo”: una cosa es Merleau-Ponty escribiendo sobre Hemingway, otra es Masotta escribiendo sobre Arlt: “Arlt y yo habíamos salido de la misma salsa, conocimos los mismos ruidos y los mismos olores de la misma ciudad, caminamos por las mismas calles, soportamos seguramente los mismos miedos económicos”. Masotta, en su happening, se ponía en el lugar de amo con respecto a estos lúmpenes argentinos. ¿Está mal que una artista española reproduzca esa escena? No lo creo. No creo que, necesariamente, el hecho de pertenecer a la nación que ha sido metrópoli e imperio de estas tierras impugne toda posibilidad de hacer algo interesante con esta obra de Masotta. Sí me parece improbable que pueda hacerlo sin que medie alguna reflexión crítica explícita sobre este problema, sin que esta tensión (una artista española llevando adelante un acto de sadismo social explicitado sobre un grupo de trabajadores latinoamericanos) tome cuerpo de alguna forma en la obra. Tercer desfasaje: ¿representa lo mismo una hora en 1966 que en 2016? La inflación no parece haber afectado menos a la moneda nacional que al tiempo. Más ansiosos, más cansados, más impacientes… En todo caso, a los cinco o diez minutos de iniciada la experiencia éramos varios los que nos mirábamos con cara de “¿realmente vamos a quedarnos cincuenta minutos más presenciando esto?”. Y sospecho que eran muchos más los que lo estaban pensando que aquellos que se animaron a manifestarlo (después de todo, se trataba de arte y el arte merece respeto). Por mi parte, estaba muy cansado; luego de una larga jornada laboral, mi cuota de sadismo social —padecido— estaba cubierta, por lo que opté por salir a comprar un café (la cafetería de la Universidad Di Tella sirve café Nespresso, no podía esperarse menos) y sólo regresé para presenciar los últimos minutos.
Me fui en cuanto el happening terminó. Muchos entre los presentes, como dicta la costumbre, tras el evento artístico ya estaban planeando la coda gastronómico-etílica de la noche. Sin dudas, si se habían visto afectados por lo ocurrido, no había sido en grado suficiente como para que se les cerrara el apetito. Una amiga me acercó hasta Cabildo y Juramento, ahí tomé el subte D con dirección al centro. De Barrio River a Constitución hay un largo trecho, literalmente y en todos los sentidos. Conseguí asiento y retomé el libro que estaba leyendo (Las tres vanguardias, de Piglia, donde casualmente dice: “Todos alguna vez hemos ido a un museo… y sabemos que la experiencia de estar allí es la de la fatiga. Uno se cansa de un modo particular y piensa que es de tanto caminar. Pero no es eso. Nos cansamos porque estamos obligados a la mirada estética continua. Por eso cuando a Duchamp lo llevaron al Louvre y le preguntaron cuál era la obra que más le había gustado, dijo: ‘El extinguidor de incendios’”). Pronto interrumpió mi lectura un grupo de músicos que comenzaron a tocar. Mi primera reacción fue continuar leyendo, pero los tenía al lado y el volumen era muy alto, así que en un momento me rendí y cerré el libro. Lo primero que percibí fue que eran bastante malos. Quiero decir que incluso alguien carente por completo de formación musical, como es mi caso, podía darse cuenta de que su técnica no era muy buena. Pero estaban llenos de entusiasmo y —palabra incómoda— resultaban auténticos. Un hombre de más de treinta cantaba y marcaba el ritmo con sus palmas golpeando una especie de cajón de madera sobre el que se había sentado. Una chica tocaba la guitarra eléctrica. Otros dos los acompañaban y cantaban con ellos. En una pausa entre dos temas, el hombre hizo un anuncio dirigido a todos los que estábamos en el vagón. Nos dijo que esa noche era especial, que la chica estaba tocando en público por primera vez, que lo hacía en homenaje a una amiga que había muerto de cáncer hacía exactamente un año. Después siguieron tocando; varias canciones, más de lo habitual. El público se fue entusiasmando (era viernes a la noche, la gente estaba de buen humor, muchos iban al centro a pasear). Un nene se paró en un asiento y se puso a bailar, mientras la madre lo sostenía. Otros se pusieron a corear las canciones. Dos mujeres de cuarenta y pico, vestidas para ir al teatro, se pusieron a bailar cerca del grupo (me dio la impresión de que una de ellas coqueteaba con el músico), mientras varios pasajeros comenzaron a registrar la situación con sus teléfonos. El clímax llegó con la última canción: “Vasos vacíos”, de los Fabulosos Cadillacs. Eran muchos los que se habían levantado de sus asientos y bailaban al son de “levanta tus brazos, mujer, y ponte esta noche a bailar, que la nuestra es agua de río mezclada con mar…”. Por un momento sentí el impulso de sumarme de alguna manera a la algarabía general, pero permanecí inmutable, en mi asiento, contemplando. Después llegó la estación Tribunales y los músicos se bajaron, sin pedir ni recibir dinero de nadie. Mientras nuestro subte se alejaba, alcancé a ver que se abrazaban en el andén, en una especie de ceremonia grupal, quizás brindando contención a la chica que acababa de tocar en público por primera vez.
El montaje de estas dos escenas, una en un espacio de arte institucionalizado, la otra en un transporte público, puede dar a entender que intento sugerir que había “más arte”, un arte “más auténtico” o “más vivo” en el grupo de músicos que en la repetición del happening de Masotta. Pero no se trata de eso. Queda claro que, debido a una serie de constricciones y juegos institucionales muy precisos, una experiencia como Segunda vez se inscribe —con mayor o menor fortuna, no es ese el punto— en el campo disciplinario denominado “arte contemporáneo”, mientras que la experiencia que vivimos esa noche en el subte D no. No estoy tratando de sugerir que esa noche hubo “más arte” en el subte D que en la Di Tella. Para nada. Lo que intento sugerir es que sí hubo allí una experiencia particularmente intensa y conmovedora, una experiencia que me atrevo a llamar estética en sentido fuerte, independientemente de que lo que allí pasó tenga o no el estatuto de “arte”, mientras que el arte y los espacios tradicionales de exhibición de arte siguen funcionando pero no son, o ya no son, los ámbitos privilegiados en los que podemos llegar a tener —si somos afortunados, claro— experiencias estéticas en el presente.
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