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Un acontecimiento para la poesía latinoamericana. Sobre Anaquel de vasos canopos, de Darío Canton

DISCUSIÓN

Las familias egipcias guardaban los tesoros más preciados de sus difuntos en recipientes de arcilla artísticamente cincelados. Este conocido uso nobiliario resume con silencio elocuente el gesto doble, a menudo oximorónico, propio de cualquier poesía. De modo explícito en el caso de Anaquel de vasos canopos (Librería Hernández, 2020), la reciente “cantología poética 1975-2019” de Darío Canton. Esta obra tiene algo de cierre, de despedida, aunque en arte nunca conviene creer del todo a quien se despide (al arte, que yo sepa, nadie le dice adiós). Sea como sea, es la obra de su vida, la prolífera vida de Darío Canton. En ella emprende una crónica premeditadamente prosaica de la caducidad. Digamos que es ese el tema recurrente de los poemas de las cuatro décadas largas cubiertas por la selección, entre 1975 y 2019. A la vez que da cuenta de cada evento de una peripecia común y corriente, la voz del narrador esculpe sobre ella, verso a verso, la fantasía de una duración si es posible milenaria, efigie de una eternidad pretendida o soñada. Esta se grafica en el juego ruso de muñecas que se embuten en los versos con que el libro da testimonio de la relación de Canton con la poesía. Los textos (cantologados de publicaciones anteriores, según detallan con precisión la presentación y el índice) toman la forma de unitario libro canopo distribuido a lo largo y lo alto de una estantería. En el ensueño del autor, esta crece y crece hasta volverse monumento de una recordación, la suya propia. Acto seguido, dicha construcción la envuelven los lectores en el manto de interés compartido que de a poco despiertan sus textos. Y así, su dedicación cierra el imaginario círculo, de modo que la lectora o lector se descubren arropando esos poemas y de paso al poeta que respira detrás de los versos.

¿Es lo que Canton finalmente quería? Así sospecho cuando tomo en cuenta la que parece una intención nada escondida de su proyecto. Pero el amor del lector, si cabe emplear un término cursi (Darío lo tiene clarísimo, de puro añorar el escatimado afecto de sus mayores), sólo puede reclamarlo quien se atreve a ser, a la vez, atrevido e irónico. Para lograr tan sencilla y difícil hazaña hay que ser un poco “serio-cómico”, como Diógenes de Sínope le exigía al que quiere forjar un lenguaje entrador y veraz. Canton actúa en sus versos como el sabio cínico alejandrino. Es una cualidad de esta antología: no querer probar virtus expresiva. Se limita a manifestar la que tiene, la que ha circulado a su vista. Muy informado en materia retórica, se atiene al consejo de Ezra Pound: mostrar, no demostrar.

Y no cabe duda de que se ha atenido a mostrar (y mostrarse, sin remilgos) con un entusiasmo y una consecuencia cuyo resultado es una multitud de páginas que, si bien suman una cantidad (alrededor de cinco mil), en realidad son inagotables, quizá porque los elementos que contienen pueden asociarse siempre de nuevas maneras y producir nuevos efectos. Por él mismo y por sus lectores cuidadosos (ver los ensayos recopilados por Demian Paredes en Cantón lleno, Cuenco de Plata, 2017) sabemos de sus filiaciones, afinidades, lecturas, métodos de escritura y composición poética, de sus búsquedas verbales e ironías. Experimentador juguetón, objetivista amoroso, lírico conceptualista, materialista que reunió sensibilidad e intelecto en libros pioneros de la literatura en español como La saga del peronismo, Corrupción de la naranja, La mesa, Poamorio, Fuero íntimo, Cantón el poeta tomó, como Francis Ponge pero con otros acentos, el partido de las cosas. Naturalmente, en esto concurrieron su profesión de sociólogo (el autor de estudios como Elecciones y partidos políticos en la Argentina 1900-1966, por nombrar sólo uno, el interlocutor y adversario de Gino Germani, el profesor del Di Tella) y la actividad de director y factótum de Asemal, el “Tentempié de Poesía” que él hacía completo y enviaba por correo, y que revolucionariamente y con expresa vocación “teofilantrópica”, combinaba, como dijo Julio Schvartzman, las propiedades de la poesía, la prensa y la comunicación postal.

Todas las combinatorias que Canton puso en ejercicio se han ido sumando, como se sabe, en los ocho tomos y nueve volúmenes de De la misma llama, esa grandiosa suerte de autobiografía tan profusa en materiales de vida, contexto y circunstancias que el narrador parece un guía embozado. Sólo lo parece. Seguramente es parte de lo que pretendía. Canton ha sido un disciplinado, persistente archivador de objetos de distintos géneros y especies. En De la misma llama hay poemas en sus versiones primeras, alternativas y finales (algunas manuscritas), traducciones de poemas de otros autores, cartas enviadas y recibidas, ensayos propios y fragmentos de ensayos ajenos, entrevistas, fotos, dibujos, planos y mapas, cuadros sinópticos, fragmentos de diarios, revistas y libros, boletas de compra, anotaciones sueltas (“notas al pie” de una experiencia), extensas reflexiones previas o posteriores a la terapia grupal, memoranda, declaraciones colectivas, prólogos, reseñas, reproducciones de tapas de libros y discos, fotogramas de películas y más. Este despliegue documental, la heterogeneidad de formatos discursivos y recursos gráficos y tipográficos, todo atenta contra la percepción del carácter de “largo monólogo mental, de carácter reiterativo, obsesivo” que tiene la autobiografía, que además contiene, como anotó Daniel García Helder, numerosos pasajes metadiscursivos: “¿Cómo se construye el mundo de una persona, de todos sus pensamientos?, ¿cómo se los eslabona?, ¿cómo hacer para que tenga sentido la anotación suelta que se encuentra en el borde de una revista, la que está en un cuaderno, todo eso que va dibujando un itinerario, o hilos principales?”. Para despejar las confusiones que la heterogeneidad de los materiales, más los saltos de la máquina del tiempo, pudieran ocasionar a la lectura lineal, cronológica, el narrador en primera persona intercala en cada tomo no sólo muchos de los poemas del correspondiente período sino libros enteros, algunos reproducidos facsimilarmente. Con lo que la autobiografía de Canton, concluye García Helder, vendría a ser también su Poesía Completa.

Canton tiene ahora noventa y dos años. De modo que las discretas ochenta y dos páginas de Anaquel son un acontecimiento. Lejos de ser un colofón, es un libro de lo pasajero, de los pormenores sobrepasados y vencidos por la historia y que sólo la poesía resguarda. Atención, cuidado, persistencia en la sintonía, la emisión y el ritmo para enaltecer lo que aparece, prospera y caduca.

La caducidad que canta Canton se produce sin prisa y sin pausa. Y sobre todo se derrama página a página sin tragedia ni drama, ni pena ni gloria: el poeta se limita a observar lo casi, lo poco, lo anodino, lo que pudo haber sido y quizá fue por momentos, en todo o en parte, pero ya no es, o quién sabe. Sus libros de poesía los resume de un tajo sangrante cuando dictamina: “hijos mongólicos míos, condenado a vivir con ellos”. Advierte y utiliza la paradoja de construir un trasunto de la inmensidad valiéndose de materiales que chorrean como agua entre los dedos, porque no son más que tiempo, explayado en días y en años aludidos o directamente mencionados. Desafiantes de puro biográficos, los poemas no evitan la reiteración de lo alusivo (“la empleada de correos”, “el tío formado en Inglaterra”, “el escritorio que fue de nuestro padre”, otro tío, Mario, tan cáustico él, un tal Héctor, el propio narrador de una existencia destilada en poesía). Hasta que de nuevo arremete la paradoja: como en el noise, la reiteración de lo personal no heroico apresura la solución final que Canton parece andar buscando: “el sujeto se borra progresivamente del poema”. En el camino, sólo una vez se cuenta cada detalle de la evanescente biografía de una autoanulación consentida y estimulada.

Desde el Cinema Paradiso de mi sofá veo pasar poemas como quien (ad)mira una cinta de sueños cuyas imágenes Canton no se atreve a repetir, temeroso de cansar al lector. Él tiene, lo he dicho, la suprema, la alocada ambición de esperar el amor de quien lee sus versos. Pero a la vez es delicado: lo deja libre y espera paciente a ver si este se lanza por propia decisión a la corriente, deseando recorrerla.

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