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La teoría de la incompletitud de Étienne Souriau nos habla de un mundo entrampado en el “inacabamiento existencial” de cada cosa. Nada no es dado de una forma que no sea la del vacío parcial, la insuficiencia, la falta de concreción absoluta. Siendo puros bosquejos, las cosas de ese mundo reclaman una “consumación espiritual” que promueva su verdadera existencia a través de una “acción instauradora”. La filosofía de Souriau, por lo tanto, podría interpretarse como una declinación estética y fenomenológica de la escuela de la sospecha: los objetos toman su realidad sólo a través de una proyección futura en el tiempo de un “hacer” instaurativo que requiere, necesariamente, de la mediación intelectual humana presentada aquí como “drama de la creación”.
Como un traductor de fases, Lapoujade interpreta la filosofía de Souriau en clave posesiva. Si cualquier existencia siempre puede llegar a ser “más real”, ¿cómo volver más real lo que ya existe? No se trata solamente de habitar el arco intermedio entre el “ser” y la “nada” desde una posición metafísica, sino de interpretar concretamente las posibilidades de ese “pluriverso” que habilita una variedad de formas de existir, y donde los objetos admiten distintas maneras de proponer la perfección a la que aspiran. Los modos de existencia son ocupaciones del espacio y el tiempo, y cada uno de esos modos condiciona y determina el espacio y el tiempo que ocupa. Es el gesto filosófico el que pone en evidencia ese proceso de conquista, una investigación sobre el arte de existir que aspira a la presencia permanente del objeto a través de la realización de una tarea que es física (porque lo recoloca en el mundo), pero también mental, porque debe su estatuto a la estructura lógica y psíquica que la piensa. Lapoujade recurre a los “personajes conceptuales” señalados por Deleuze y Guattari en ¿Qué es la filosofía? para devolver la materia y el pensamiento a ese mundo anterior o posterior a la imaginación del hombre —recordar que para los autores del Anti-Edipo la reducción husserliana es un proceso de “desertificación”—, pero también apela a Don Quijote, a Diderot, a Dostoievski y a Henry James para afirmar que los “seres imaginarios” (los seres de ficción) sólo existirán para nosotros a base de deseo, preocupación, temor o esperanza, sensaciones todas que siempre determinarán una fantasía cultural que nos hará “ver” de otro modo. Existirán en la medida en que se mantengan los efectos que participan de su instauración, y será la intensidad de nuestra atención o inquietud —como ya lo advirtiera Bruno Bettelheim— la condición principal de su realidad. El carácter “tenue” del mundo contemporáneo, plagado de objetos virtuales que ostentan lujosamente las porciones de realidad que les faltan, confiere a la filosofía de Souriau una actualidad envidiable. En palabras de Lapoujade, su mundo “sináptico”, hecho de puros dinamismos y transiciones existenciales, reduce la realidad a un intenso ceremonial de nacimientos, sublimaciones, espiritualizaciones, muertes y renacimientos. El antibergsonismo de Souriau, nos dice, puede ser la clave del desasosiego contemporáneo, porque en un mundo que descree de su propia prehistoria no se interesa tanto en la duración del acontecimiento creativo como en la síntesis formal suprema que lo acelera hacia el eterno porvenir de lo mismo.
David Lapoujade, Las existencias menores, traducción de Pablo Ires, Cactus, 2018, 96 págs.
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