LITERATURA ARGENTINA

Un diario puede ser un confesionario (Cheever y Barthes), un registro pormenorizado de los trabajos y los días de una escritora (Virginia Woolf y Katherine Mansfield) o una bomba de tiempo (Pavese). Cualquier selección que se hiciera de los diarios de Pizarnik podía atesorar uno o todos estos destinos. Ana Becciu, la albacea de la poeta, no optó por ninguno de ellos y eligió el más anodino y redundante.

Nuestro ubicuo ecosistema mediático y virtual parece haber desterrado a la ciudad letrada, pero no ha podido con sus mitos. Uno de ellos es el mito romántico del poeta como ángel caído, cuyo ejemplo emblemático en nuestras letras es Pizarnik. En esta edición de Lumen de 2003, reeditada en 2014, además de priorizar comentarios y pasajes literarios de la poeta —referencias a su novela no escrita, confesiones de sus preferencias y rechazos como lectora, transcripción del germen de un poema y de los sedimentos del acto poético—, se consolida el mito de la joven atormentada cerca del abismo. Las estaciones del calvario de la poeta están marcadas por la continua referencia a la obra como refugio ante sus propios fantasmas y a la beckettiana imposibilidad de decir, así como por los autorreproches, las notaciones de breves raptos de felicidad y de los muchos de angustia y, sobre todo, el detallado catastro de las distintas formas de suicidio (por agua, ahorcamiento, pastillas, gas) y hasta el anuncio del día exacto del próximo intento.

“Alejandra […] que quiso ser poeta y se perdió por exceso de lenguaje abstracto”, escribe en este diario. Pizarnik sabía que la escritura era un “juego peligroso”, como llamaba Hölderlin a la poesía, con el que podía “morir de abstracción”. Quien escribía en llaga viva era consciente de que el mito, ese que contribuyó a sostener incluso con su literatura, la volvía incorpórea. El espacio para contrarrestarlo estaba en su diario, ámbito íntimo donde volcar su “parte maldita”. Sin embargo, la responsable de esta edición decidió suprimir decenas de entradas con referencias íntimas y de índole sexual.

Junto con Artaud, Pizarnik aprendió de Nietzsche que la escritura se funda en un desgarramiento del cuerpo, lejos del “más allá” y cerca del “más acá” del lenguaje; después de todo, ya lo decía Artaud, lo escrito no son sino “desechos de uno mismo”. “Ahora sé que cada poema debe ser causado por un absoluto escándalo en la sangre”, confirma la autora.

Pizarnik reescribió centenares de entradas de su diario, como lo prueba la voluminosa edición española (2002). Antes que una continuidad de su escritura nimbada por el mito, estos diarios estaban destinados a ser —y así lo confirman sus reescrituras— su reverso encarnado. El diario era un modo de reencuentro consigo misma y con los fundamentos ya no sólo de su escritura, sino también de una identidad como la suya, marcada tanto por una innegable pulsión de muerte como por sus —ahora visibles— deseos vitales, como lo prueban entradas donde manifiesta: “La escritura, el sexo: Mi ausencia actual de estos dos pilares de la sabiduría”; o cuando dice: “También me queda el derecho a la blasfemia y al vicio”, derecho que asumió con libertad en sus diarios, como en buena medida lo hizo Bioy en Borges, al menos en lo que respecta a la blasfemia.

El mito seguirá vivo en la literatura de Pizarnik y en los escritos de sus mitógrafos, siempre listos a continuar con ese discurso clínico bajo el disfraz del crítico que ha dado forma a su leyenda. Contrariando los claros deseos de la poeta, también seguirá vivo en este diario.

 

Alejandra Pizarnik, Diarios, edición a cargo de Ana Becciu, Lumen, 2014, 504 págs.

2 Oct, 2014
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