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El trabajo de la memoria como si se tratase de un álbum familiar implica una selección de hechos que, si bien son significativos a la hora de registrar la experiencia pasada, dejan de lado ciertas circunstancias que podrían narrarse y terminan quedando por fuera del relato de nuestras vidas. Dolores Etchecopar se detiene en las páginas en blanco del álbum, aquellas que completan sentidos que antes no teníamos presentes de la infancia: “un ángel caído barre el corazón para que alumbre / me muevo con cuidado / por no apagar en lo oscuro / la luz de la ausencia / en esa claridad madura el fruto / que un niño trae corriendo / siento frío voy a ella y estoy en mí / la ausencia conlleva un don / luciente vacío para una visitación sin visitante”. Regresar a la niñez supone animarse a romper representaciones idealizadas sobre las experiencias vividas, porque también la falta, y la carencia, son parte de aquello que atravesamos hace tiempo, y ahora habitan en una difusa zona de contacto entre la imaginación y lo que realmente ocurrió.
No es la narración feliz de los primeros años de existencia la que recuperan estos poemas, no hay inocencia aquí, así como tampoco pareciera existir alguna clase de salvación: en la infancia nada fue puesto a salvo cuando llega el fin. Los hechos tienen consecuencias que resuenan hasta el presente en forma de desencanto y extrañeza, con la intensidad de un accidente que deja marcas profundas en nuestro interior. Los momentos representativos de cada aprendizaje, por más que en ninguna instancia dejen de ser líricos por los modos en que se transcriben, sorprenden por su fuerza: “el primer niño vio cómo salía noche inmensa / de la liebre atropellada en el camino / vio cómo se hundía el colapso de su velocidad / con las flores y las nubes / también los pequeños zapatos surgidos de la llanura / se hundieron en un niño-liebre-atropellada / desde entonces el primer niño camina / hacia el último niño / sus pasos vacilan / reverberan en la inmensa noche”. La idea de la intemperie pareciera ser el principio y el fin de la biografía donde la única luz visible es la de un vehículo en la ruta circulando a alta velocidad en medio de esta vida a la que fuimos arrojados.
Los rituales familiares son una confirmación de la falta y del daño: “antes de que cerraran el ataúd de mi padre / con qué premura y convicción mi hermana puso en el féretro una foto en la que estábamos / nuestra madre mi padre y yo / dos muertos y una hermana viva quiso que se llevara el ataúd / y así fue que echó un cerrojo entre ella y yo / y arrojó la llave al reino de los muertos”. Y las huellas del pasado son un testimonio sentimental desde el que nos narramos en la medida de lo posible. Quizá elaboramos un pacto de ficción para hilar nuestra voz y definir desde qué lugar (y cómo) vamos a contar lo que resulta irremediable. Así, por ejemplo, la pérdida de un ser querido encierra toda la ausencia contenida a nuestro alrededor y nos recuerda que no hay método para revertir la escena, así como no hay vuelta, ni hay retorno, de ninguna manera, de la misma muerte.
Dolores Etchecopar, El cielo una sola vez, Hilos Editora, 2016, 84 págs.
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