Diseñado para ser leído en una sentada, el segundo libro del músico francés Dominique Ané retoma una búsqueda literaria que hace de la impresión fugaz un sistema, de la autobiografía un combustible y de la exactitud un estilo. Novela, colección de relatos, diario de momentos: cualquier etiqueta es útil para describir Contemplar el océano y a la vez ninguna termina de encajar.
Hay un narrador que lo une todo, que avanza hacia atrás para insinuarse un sentido y descubrir el hilo que ata al hombre que hojea el diario en la cocina a la madrugada, mientras su compañera y su hijo duermen, con el otro que lleva demasiado tiempo encerrado en una habitación, acurrucado bajo las sábanas. Residente del libro que escribe el Ané real, el Ané personaje no logra ensamblarse con el afuera, identificarse con la experiencia que está viviendo o recordando. Hojea el diario en la cocina, tiene su primer amor o algo semejante dentro de un galpón, no se siente ni de la ciudad ni del campo, conoce la new wave, arma y desarma bandas, frecuenta hoteles. Vive con miedo, bifurcado. El Ané que está en el mundo y el que se narra estando en el mundo no son la misma persona. Lo que los disloca es la imposibilidad de experimentar la realidad y al mismo tiempo rasgarla para ver qué hay detrás.
Prácticamente todas las anécdotas que se relatan son fórmulas ya muy transitadas, historias hechas de dolores de crecimiento e iniciaciones parecidas a las de cualquier otro hombre que no necesita componer canciones ni escribir recuerdos para hacerse preguntas. El mismo título del libro alude a una imagen de paz interior y consustanciación con el paisaje que a estas alturas no es más que un recurso genérico. Pero nada de eso importa. La prosa de Ané, que en la traducción de Ariel Dilon late con la precisión de un letrista que se erigió a sí mismo a fuerza de frases cortas y espesas, supera los lugares comunes y en cierto modo los ilumina y los justifica.
Dominique Ané, Contemplar el océano, traducción de Ariel Dilon, Fiordo, 2016, 96 págs.
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