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Los poemas reunidos de Estela Figueroa trazan una poética cuyo tema podría ser la vida en la provincia. Son poemas escritos con versos cortos; pocas metáforas, a veces un relato que rescata la memoria afectiva de la experiencia desde la voz de una madre como la guardiana del hogar repitiendo al infinito los ciclos de los almuerzos y cenas entre padres e hijos. La familia es como una casa y la tarea para sostener los vínculos y los roles familiares se realiza de una manera parecida, si no idéntica, a la de construir un hogar: “Los cimientos sostienen las paredes. / Las paredes sostienen el techo. / Esto constituye una casa. / Dentro de la casa conviven padres e hijos. / Esto constituye una familia. / La casa puede agrietarse. / La familia también. / Puede romperse como un frágil cacharro / sin demasiado estruendo”. Nada garantiza que estemos a resguardo del ostracismo ni que los lazos construidos durante vidas enteras se puedan pulverizar de un momento a otro.
La poesía es un refugio ante el temor de la disolución de cualquier forma de sentido: “Tomando con cuidado las palabras / como a manos pequeñas / arma, disuelve versos / armándose de miedo contra el miedo”. Desde este lugar es la escritura una zona imaginaria al resguardo de las ruinas de lo real y es el hilo que hilvana y sostiene las biografías de cada miembro de la familia unidas como hacia el interior de un ovillo: “Un hilo tenue me ata / a lo que hasta ayer / llamaba realidad. / Mi realidad: aquella / boca negra que se abrió / para herirme”. Toda herida encuentra reparación en la escritura y en las analogías con el universo de los animales, las estaciones del año, los ríos y las plantas: “Frágil como los pensamientos / a los que una ligera / lluvia aplasta. /Abierta como el paraíso / que juega / con las gotas. / Manos desconocidas / revolvieron el césped / donde escribí palabras. / ¿Buscaban tesoros ocultos? / Soy hosca / como el cactus”. Las formas de vida de la naturaleza encuentran su correlato en nuestra experiencia. Figueroa habla desde un yo que sincera su dolor y su pérdida sin marcar ninguna distancia y, a la vez, sin caer en un tono intimista. El no hacer es un modo de evitar o de revertir el daño. Las emociones están contenidas y son el resultado de una vivencia que desborda los límites de lo decible: “No sé por qué / tuve el impulso de cortar una flor / que resplandecía solitaria /en medio de la destrucción / y traerla a mi casa. / Y me contuve”.
Hay una teoría de la pérdida en los versos que siguen: “Pronto va a hacer / tres años de tu muerte / y todavía no la acepto. / Quise colgar tu retrato en la pared / y no pude. / Volví a guardarlo. / El clavo quedó allí / sosteniendo tu ausencia”. La imposibilidad de ejercitar el olvido encuentra su voz en este poema, aquí la memoria es muy sensible y selectiva a la hora de restaurar las faltas del mundo interior, y aquello que regresa mantiene su resonancia afectiva en el presente de manera intacta.
En la obra de Estela Figueroa son recurrentes las preguntas sobre la relación entre madre e hija, la muerte, la figura del padre, las representaciones acerca del amor y acerca del desamor, los amigos y la soledad. Pero también existen certezas que funcionan como una reivindicación frente a la intemperie y que implican además una forma de narrarnos y de corrernos del lugar de la carencia dignamente. Por eso elijo estos versos para completar la lectura del poema “Principio de febrero”: “No. / No me sostengas que no voy a caerme. / Sólo se caen las estrellas fugaces / y yo —te dije — / quiero permanecer”.
Estela Figueroa, El hada que no invitaron. Obra poética reunida 1985-2016, Bajo la Luna, 2016, 214 págs.
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