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“Corro hacia la Muerte y la Muerte igual de rápido hacia mí / y todos mis Placeres son como el Día de Ayer”, escribió John Donne en un soneto que le pregunta a Dios cómo es que algo hecho por Él puede estropearse. Es una pregunta muy repetida y Dios, como se sabe, no habla. Los modos de atacar el asunto son parte de las diferencias entre narrativa y poesía. Así como muchos narradores tratan de paliar el desasosiego poniéndose a contar la infancia, los poetas suelen prestar al atardecer la atención característica de su trabajo. El tono de la mirada crepuscular puede redefinir toda una obra. Algunos caen en un escepticismo altivo pero defraudado, típico de gente de edad (el Jorge Guillén de Final), como si haber sabido celebrar los esplendores de lo real no los consolase de confirmar que no significan nada. No es el caso de Mirta Rosenberg. Toda su poesía es una voluntad de acoger las pasiones, recordándoles que a sus objetos sólo los poseen las palabras, y se adecua al curso de los años con formas que siempre son fruto del asentimiento. Esto atañe a la versatilidad del verso, a una confianza nada ciega en la gramática, al valor de las licencias y a la severa amplitud del léxico. Rosenberg es una nominadora y sonorizadora admirable. En sus primeros libros, como Recortes de un diario íntimo (2006), recursos que nunca ha dejado –la aliteración, las rimas internas, la anáfora y una argumentación sinuosa– chocaban con un deseo expreso de no sacar conclusiones, es decir de no caer en la fe: “… Un lugar de ausencia se reclama / de verdad, donde la llama excuse alguna / decepción: una cuestión de tiempo y de tensión…”. Pero ahora parece que ese conceptismo extemporáneo hubiese hecho un acuerdo con los menoscabos del cuerpo y la percepción, y con los consiguientes cambios de perspectiva. El paisaje interior es un libro de pérdidas y mermas, de acercamiento físico al suelo y elevación de la mirada, y de agradecimiento a la necesidad del lenguaje, que aproxima las cosas y las compañías, sean los gatos, una amiga o una rama de cerezo, siempre y cuando el poema no las nuble. Son piezas más enjutas, epigramáticas, contra la espera y la decepción tardías; canciones de hacerse cargo de la madurez: “El paisaje interior, Manley Hopkins, / sangra por la herida, sutura el yo. La verdad, / la ilusión, son leudantes / de la vida. Ir adelante, arriba, / avanzar hacia allá, tener pensamientos, / evitar los adjetivos. No calificar. // Sentarse y saber dominar”. Como esas lunas de las noches claras de invierno, los poemas de Rosenberg brillan más cuando más menguan. Y la voz, esa voz rugosa, decidida, pausada, en la estrechez se vuelve más extensa: no sólo charla con Manley Hopkins, con Iris Murdoch, con Sócrates; también embebe las soberbias traducciones que desde hace tanto son inseparables del arte de Rosenberg y que, como otras veces, abonan el libro y ofrecen que uno, si quiere, lo siga ampliando.
Mirta Rosenberg, El paisaje interior, Bajo la Luna, 88 págs.
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