Otra Parte es un buscador de sorpresas de la cultura
más fiable que Google, Instagram, Youtube, Twitter o Spotify.
Lleva veinte años haciendo crítica, no quiere venderte nada y es gratis.
Apoyanos.
Estas palabras deberían aparecer en pantalla en cuerpo menor, para ser leídas en voz baja y asimiladas como un murmullo.
Hilo, primer libro de poesía de Gabriel Caldirola (Buenos Aires, 1986), pide esa forma de la correspondencia: el sigilo de quien busca entrar en la jaula sin que los pájaros canten, tal como el autor ha hecho en su libro. Cada uno de estos poemas late caviloso en su propio pulso y contribuye a la pulsación de un organismo único; emerge y se despliega desde adentro hacia afuera, material que puja por desovillar su voluntad.
Cada poema ha sido estimulado en su crecimiento como una pequeña planta. Germinó con paciencia hasta manifestarse en un doble afán vertical que apunta tanto hacia la luz como hacia el fondo de la tierra: “¿En / la gracia / pulsante / recibe / la flor / su linaje / de rocío?”, titila uno de ellos, en su escalerilla semántica.
Basta abrir el libro en cualquier página para descubrir en esa verticalidad radical una economía de la discreción, en la doble valencia de esta palabra: sensatez, prudencia, buen juicio; discontinuidad, separación, diferencia.
Si, por una parte, este delicado conjunto es un libro en tanto consigue tejer una red de solidaridades recíprocas de significados, de incertezas, de temperamentos, de voluntades y de vacilaciones, por otra parte, aunque parezca paradójico, esa constelación sólo es posible después de reconocer, en cada poema, su especificidad; y, dentro de cada poema, la distintiva y necesaria identidad de cada estrofa o verso; y dentro de cada verso, lo propio de cada palabra, de cada sílaba y fonema. Cajas chinas para un poeta que busca en el zen el horizonte de su espiritualidad, una ética y una estética: “En el / sendero / que se vuelve / hueco / hay un pato / convertido / en alas”, celebra, en sordina, otro poema.
A tal punto se verifica esta voluntad de distinción y discreción que cada poema parece escrito a cuentagotas, vertiéndose cautelosamente en la página con conciencia de su peso, de su literal gravedad. Cada palabra, laboriosamente, cae, gravita, destella y hace reverberar a la que sigue, empujándola hacia su destino de verso, hundiéndose en la página como una raíz en la tierra y alzándose hacia la débil luz del significado para encontrar la lucidez de lo epifánico, no la certeza apodíctica de las representaciones del mundo que se expresan a beneficio de inventario. O, para decirlo con otro poema del libro: “Una red / en la que cada gota / haga una pausa / de su reflejo / y un reflejo / de su pausa”.
Gabriel Caldirola no busca inventariar la realidad sino reinventarla. No con la pretensión adolescente –en su juventud, el poeta ostenta una madurez infrecuente– de descubrir lo obvio cada dos o tres poemas sino en el sentido etimológico de la palabra: redescubrir aquello que siempre estuvo allí, en el mundo y en nosotros, y que no merece extraviarse en la algarabía de las explicaciones o en la vocinglería de las interpretaciones sino ser discretamente expuesto, mostrado por la intensidad casi botánica de esta escritura: “El musgo / sordo / eriza / las hojillas / espectrales, / esparce / el croar / las esporas”, se expone, por ejemplo, el poema de la página 18.
Por su empeñosa dedicación a lo tenue –ya que no por su dedicatoria, que me compromete emocionalmente sin desmerecer en nada lo que pienso de este libro–, Hilo debería ser leído como quien manipula el fino polvo de una experiencia frágil, temblorosa, desplegada en el agua tibia de la incertidumbre. Y, por eso mismo, soberana.
Gabriel Caldirola, Hilo, Paradiso, 2014, 72 págs.
Con El paraíso, Anahí Mallol se aventura a lo inconmensurable del amor filial. De madre a hijo, de hijo a madre, el punto de contacto es una...
Una hija busca durante años a su padre, sobreviviente del disparo que la madre erró; una mujer guarda en un frasco las “cosas del tamaño de una...
“No recordar las cosas o hacer que las cosas desaparezcan también es una forma de destrucción”, escribe María Lobo casi al final de Ciudad, 1951, su novela...
Send this to friend