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Sorprende, al empezar a leer una obra premiada en un concurso de novela negra, no toparse con la frase corta y la prosa neutra, intercambiable y eficiente (esos adjetivos tan deliciosamente neoliberales) que han conquistado el género. Y ya dentro del territorio excepcional de la frase larga, sorprende también que no se caiga en la solemnidad y la rimbombancia, puesto que pareciera, a tenor de varios de los autores que la practican, que saber encadenar varias subordinadas sin perder el hilo llevara implícito el uso de un lenguaje grave y afectado sin la menor concesión al humor y a la calle. La estructura también se muestra rebelde, pues en lugar de una linealidad sólo alterada por algún que otro flashback, Manuel Barea juega con las perspectivas desde las que narra cada escena, alterando la secuencia lógica de las acciones y consiguiendo así no sólo contarlas, sino también analizarlas desde una mayor distancia y, a la vez, dotarlas casi misteriosamente de cierto fatalismo. A veces –hablamos de una primera novela–, el autor se engolosina con su destreza para los manejos temporales, lo que provoca cierta confusión en el lector; pero estos desvíos se corrigen rápidamente con ayuda del trazo de los personajes. Porque, como buena novela negra, Vertedero está llena de personajes memorables, todos pertenecientes a una capa tan marginal de la sociedad española que ni las tan publicitadas novelas de la crisis se ocupan de ellos, y que sólo pueblan las páginas de algunas obras de Rafael Reig o Montero Glez. Pero, a diferencia de estos autores, aquí no hay detectives que buscan restaurar cierto orden, ni siquiera un crimen que esclarecer. La trama se limita a contar una serie de venganzas entre delincuentes de poca monta con aspiraciones de crimen organizado, en un entorno con “la gente muriéndose de hambre, la gente mendigando, los niños metiéndose a quinquis y las madres a putas, y la alcaldesa que deja que este barrio se pudra sin importarle un carajo”.
Si se evitaran todos los clichés del género, entonces ya no podríamos hablar de novela negra; no es el caso, porque el ambiente general es más convencional, creado a partir de persecuciones de coches y de bares de mala muerte. Otra característica que se conserva –y que, en cambio, se extraña en tantas otras novelas– es la crítica social supuestamente inherente al género. En este aspecto Barea se muestra muy incisivo: Vertedero es quizás la primera novela española en que el narcotráfico ya no aparece como una fiesta de consumo que a veces acaba mal, con música electrónica de fondo y traficantes moros y sudacas (ver, para constatar que son muchos los que siguen en los felices noventa, la reciente novela de Ray Loriga), sino como un problema social interno. No es casual la ausencia de extranjeros, lo que puede leerse, en el contexto español, como una declaración política en toda regla. Si a ello sumamos su ambición estilística, nos encontramos ante una obra que retoma lo mejor del género para renovarlo, no porque las grandes novelas negras hayan quedado caducas, sino porque los tiempos cambian y, con ellos, la escritura.
Manuel Barea, Vertedero, Lengua de Trapo, 2014, 224 págs.
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