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En la portada, una estrella de David baila y sonríe emulando los símbolos de la cultura masiva: desde Disneylandia, pasando por el esquematismo del smile, hasta los emoticons be happy. En esa intersección lábil entre industria, identidad y política, Langer encuentra una manera de rastrear los hechos que están fuera del discurso y ofrece una antología perturbadora: He-Man nazi junto a un judío cadavérico, Moisés y Bieber, Obama y los niños bomba, una Walking Dead Moishe, Jaredíes a lo Hendrix, lesbianas hebreas veganas, los Ovitz de Mengele, la orquesta explosiva de Barenboim, Playboy y Qatar, Saddam el artista de la CNN, Osama Hebdo, el Mein Kampf en latín, la Shoá en 3D, Superman en Superauschwitz, Primo Levi y Los Simpson, una Barbie Frank, Bananas en Pijamas y la conexión Stiuso.
Judíos reúne materiales realizados para medios como Barcelona, Los Inrockuptibles, Clarín y Página 12 y aniversarios de Memoria Activa. Ya en su prólogo podemos ver un humor hecho a partir de una cultura que se “impone” con la prepotencia de lo fortuito: “Nací, y a los pocos días… me hicieron judío”. Podemos imaginar a Langer garabateando en las hojas de almacén con la Parker de su padre “matando nazis”, o como un pequeño Wiesenthal en su búnker de Once coleccionando noticias sobre Eichmann. Nos cuenta que fue educado “en el shule” y que su formación abarcó la lectura en idish y en hebreo, el bar mitzvá, el Día del Perdón o el Pesaj. Pero también sabemos que esas experiencias fueron identitarias antes que religiosas porque su madre, tras haber sobrevivido a un campo en Ucrania, “tenía dudas sobre la existencia de Dios”. Langer, que no estuvo en cautiverio ni peleó como su tío en Stalingrado, intenta interpretar el espesor del acontecimiento como si hubiera estado allí: dibuja la tortura en “carne propia” bajo la tiranía de Hermolnicoff, un profesor de acordeón del que ni siquiera “el sargento Sanders de Combate” lo rescató: “tuve mi propio campo de concentración al que, por suerte, sobreviví”.
Como Spiegelman, Langer pertenece a la segunda generación de supervivientes y, aunque las estéticas son contrapuestas (metáfora animal en un caso, “feísmo” gráfico en el otro), comparten la inconmensurabilidad del horror. Si para los primeros testigos del genocidio los recursos artísticos fueron insuficientes, a los dibujantes actuales no parece planteárseles el dilema moral y fáctico del mismo modo. Parten de esa frustración (que invita al silencio adorniano) y optan por una gráfica desde los límites de la historieta y del humor: para contar lo extremo hay que recurrir a lo extremo, y si el horror es irrepresentable, no es inimaginable desde la ficción, con todas las contradicciones que implique ese proceso.
En la gráfica local, es posible relacionar esta producción con el humor deforme de Sala o algunas apuestas border de Parés. Sin embargo, Langer universaliza su registro cuando señala que muchos de sus chistes están “en la misma tradición irónica y satírica de Charlie Hebdo”. Retoma una pregunta “clásica” y plantea una solución utópica: “los límites del humor son los límites del horror”. Y, como “la culpa siempre es de los judíos”, su arte de ruptura está lejos de los chistes cínicos y biempensantes de mucha producción masiva; más bien busca meter el dedo en la llaga y hacer explotar una bomba simbólica.
Sergio Langer, Judíos, Planeta, 2015, 352 págs.
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