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No hace falta hacer teatro para conversar. Se puede escribir una novela con ciertas maneras teatrales que cobran vida, pero la vida recala después de la lectura en el infinito con que la poesía provee de ingenio a las vías muertas de la comunicación, de la narrativa seria. Todo esto para decir que Francisco Garamona y Nicolás Moguilevsky escribieron un librito tremendo, cuando tremendo quiere decir encantador por su forma mítica y denso por su capacidad de traducir la tragicomedia de lo que no existe pero es.
Es la historia de la sobrevida de unos niños huérfanos a través de sus voces y sus cantos. Tiene algo de espectrología, ese entendimiento de lo que asedia que inventó Derrida. Es la forma irrepresentable de la manera en que aparecen los muertos sin mediar protocolo. La paradoja es que trata los temas de la no representación y es una obra de teatro, con hipótesis de puesta en escena y didascalias cargadas de implícitos.
Nunca se sabe si es de día o de noche. Como son fantasmas, la historia no va para ningún lado. Es aleatoria y está fuera de sí. Si algo se acerca a las funciones de una palanca es la memoria, el lenguaje con el que se aluden entre sí. La fidelidad del arte de la invocación vuelve inhumano el sentimiento, eso lo vuelve un hecho estético. Como es estético es mentira y como es mentira podemos programar placer sin miedo a la desilusión. Es muy difícil encontrar la locura en el ritmo cansino de la escritura normal. Los fantasmas intentan reconstruir las ruinas de su hábitat, pero se dan cuenta de que no hay manera de vivir espectralmente en ningún espacio que no esté en ruinas. La reconstrucción de los espectros cae en saco roto, se disuelve y recomienza, siempre está volviendo.
Hay cuatro escenas. Vale destacar la primera, que está estructurada por la presencia ausente de los padres de los niños fantasmas, a los que llaman “campesinos desiguales”. Son ex soldados de una guerra que los acorraló, la paradoja es que son tan fantasmas como ellos, la desigualdad se da entre entes del delirio. La orfandad es entonces crecer sin estructura para adaptarse a otra. Heredan las canciones de la guerra y recuerdan el rito de la campana del celador del orfanato. Un ritmo para la alegría y otro para el orden, pero superpuestos.
Supongo que se puede decir tanto… Pero habría que ir cerrando y decir esto: la palidez de la muerte y la anestesia de la melancolía indican lo difícil que es alcanzar el nirvana bajo condiciones de orfandad, sean cuales fueren. Puede ser orfandad simbólica, la falta de taras o de esquemas. Se trata de una voluntad cándida: “Seguíamos tratando de que la vida también siguiera con nosotros”. La decencia de los niños con voluntad de poder y demolición. Pero con un optimismo gris.
Se respira la preparación, entonces, para un apocalipsis que mate a los muertos, algo difícil para las conciencias aquejadas en la vida diaria occidental. “La edad es la cárcel que se paga por el crimen de ser niño”, dicen ya en estado de resignación. A estos fantasmas, inmortales como toda presencia de la muerte, hablar les disipa el dolor de estar muertos. Siguen llenando el vacío, como si no existiera la vida y la eternidad, sino un estado perpetuo de delirio entre lenguas para sostener con el aire la maldición, para apaciguarla cantando.
Francisco Garamona y Nicolás Moguilevsky, La canción de todos los huérfanos de Torremolinos, Libretto, 2017, 80 págs.
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