La liebre

Sandro Barrella

LITERATURA ARGENTINA

Si el ciervo posee la gracia de la estampa, la liebre es el donaire en fuga. Así parece proponerlo este nuevo libro de Sandro Barrella, donde la figura invocada en el título jamás se ve. Sólo contemplamos su detención mínima en cada poema, como si su aparición fuese apenas enunciable y nunca constatada. Sentimos el husmear de un hocico en las palabras, el destello de una sombra, la presencia levitada del interrogante o la ironía, pero no el cuerpo en cuanto tal, aun cuando tengamos el referente de la imagen, como en el caso de los cuadros de Durero o las fotografías de Beuys.

No hablamos de una liebre sino de muchas. Siempre se trata, a la manera de una lógica hegeliana, de la liebre de. Porque la liebre, en cuanto tal, no existe. Únicamente advertimos la liebre de algo (o de alguien) durante ese instante en el que se deja percibir. Es una función enmascarada dentro de otra, como el poema. Se dice, se cree decir, se canta otra cosa. La liebre de Sandro Barrella es entonces la liebre de la poética. Ese intersticio en que sólo el sonido avanza sobre el significado (“la nave de guerra de las nociones comunes”). El punto en el que la palanca se apoya y desmonta un peso que por completo la supera.

“La liebre ocupa el centro de una idea musical / en el espacio suspendida”, se nos informa en unos versos y pareciera que hay un retorno al ciervo, una apuesta al ojo. Pero cuando se penetra la superficie de la letra, se abre el pasaje por el que el oído recupera preeminencia. La idea musical jamás puede concebirse sin sucesión ni desplazamientos que la sumerjan en la duración y, por tanto, en la perentoriedad. La unidad del poema —esa esfera que se sostiene ante la mente un instante y luego se disuelve— se entrega al deambular de la liebre. Es un acuciar continuo, pero itinerante y sin destino cierto: “El lápiz revela al desplazarse el carácter ilusorio del progreso / no importa cuál la dirección”.

En muchos de sus libros, Barrella ha tomado como objeto de observación la cultura europea (El álbum de Pascal, Viaje sentimental, Villa Santa Rita o el libro de los pasajes lo atestiguan). Lo ha hecho desde esta orilla y como a un cielo estrellado cuyas luces —de origen muerto— derraman gelidez sobre las caras. La liebre ensancha ese firmamento al someterlo incisivamente a la pregunta. El animal fantasmático cuestiona, acusa, se mofa, inquiere. Desborda lo mirado y le da nueva forma, como en la liebre de Turner, donde “el incendio es el modelo” (“Un sueño / de la liebre vuelve amarillo / el mar. Mar de centeno, naves / en el fondo de un vaso, disueltas”).

De este jaque cultural surgen la caducidad y la posibilidad de recomenzar valiéndose de los restos: “La liebre es hábil para escapar de las vanguardias / aunque estas crean haberla atrapado. La liebre es / el agua del arte. Lo continuo del tiempo a su pesar”. Si la liebre responde a ese machacar invisible en la espesura del lenguaje —royendo a su paso la maleza—, el sueño de dialogar con las reliquias destraba la visión y orienta la mirada hacia el vacío de la llanura donde reverbera la promesa. Un juego de espejos y de sombras, de suposiciones y glosas, de paladeos y regodeos, que permite tantear “la piedra preciosa / en el anillo de todos los días”, por más que las fuerzas enciclopédicas pretendan hacernos creer lo contrario.

 

Sandro Barrella, La liebre, dibujos de Eduardo Stupía, Bajo la Luna, 2022, 80 págs.

 

26 Ene, 2023
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