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Suele pensarse la marginalidad como una consecuencia exclusiva de la distancia espacial, de la engañosa dicotomía centro-periferia. Hay un solo punto neurálgico —todo lo que se aparta de él, en un vínculo casi geométrico con el kilometraje, va perdiendo relevancia— y así se separa la literatura a secas, la que se cuece en la gran ciudad, de la literatura regional, como si la primera no perteneciera a región alguna y la segunda fuera por ontología una producción avejentada, reacia a la vanguardia, a lo supuestamente nuevo e importante.
Un escritor de frontera, selección de textos antes aparecidos en No es posible callar y Tierras de frontera, los dos volúmenes de ensayo que Tizón publicó en vida, desnuda las falsedades y los prejuicios que a menudo se adhieren a la figura del “escritor de provincias”. El libro está dividido en cuatro secciones, aunque los temas se repiten, se subrayan y se resignifican, y de alguna manera el lector siente que en el fondo el escritor jujeño está hablando siempre de lo mismo.
En el primer apartado, “Escritos para el villorrio”, Tizón desmonta una por una las presuntas desventajas de ser un artista que escribe desde la pequeñez de su aldea. Al fin y al cabo, afirma el autor de Fuego en Casabindo, los buenos cuentos y las buenas novelas nacen de un cosmos interior, propio. La locación es una coyuntura. Se puede ser marginal en Buenos Aires, por ejemplo, y quizás eso hasta sea para mejor. “Estar lejos y aislado no es malo de por sí, siempre y cuando la soledad no malogre ni esterilice, porque, como decía alguien, cuando el refugio es seguro, la tempestad es buena. Y a veces uno abraza el aislamiento como un destino”, dice Tizón.
La segunda sección, “Inventario de escritores”, enfatiza estos fundamentos. Tizón semblantea a narradores y poetas más o menos oscuros, ceñidos a las órbitas norteñas, pero también refiere encuentros con luminarias internacionales como Borges, Calvino y Martínez Estrada. Para ser un ícono de la frontera, Tizón ostenta —el verbo no es casual— un rango más bien amplio de relaciones literarias, lo que derrumba o al menos matiza su imagen de autor en los confines.
Por último, “Tierras de frontera” y “Veteranos de la tragedia” reúnen escritos sobre la vida en la Puna y memorias del exilio. La morosidad de las descripciones termina por aglutinar los textos de ambos capítulos bajo una misma tonalidad estilística. La pregunta se refrenda y queda flotando: cómo retrasar el olvido, cómo narrar lo que tarde o temprano va a desaparecer.
Las fronteras son móviles. Existen tantos puntos neurálgicos como conciencias dispuestas a contar un mundo. Tizón lo supo antes que muchos y mejor que nadie. Un escritor de frontera explicita las enseñanzas cifradas en sus ficciones, en la obra de un escritor grande y cabal, que no necesitó moverse para conmover.
Héctor Tizón, Un escritor de frontera, Mil Botellas, 2018, 162 págs.
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