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¿Cuándo fue que dejamos de notar las correspondencias en Baudelaire para ver sólo la carroña? ¿O cuándo la i roja, la u verde de Rimbaud, para leer sólo el infierno? Quizás se pueda argumentar que fue con ese cambio que lo que esperamos del arte, o de la belleza, empezó a mutar: el orden del cosmos se evidenció como imposible y, entonces, empezamos a querer fragmentación, estructuras desarmadas, sentidos esquivos. Es ahora, no obstante, tan adentrados en el mundo post-, cuando quizás ya estemos en otro lado sin notarlo; es ahora cuando una novela como la última de Luis Sagasti, Una ofrenda musical, puede abrir la lectura hacia un mundo que, de tan desandado, nos parece casi nuevo: el de las correspondencias, las sintonías, el del orden invisible. Un mundo en el que armonía no es mala palabra.
A partir de la elección de un núcleo de interés, la música, o más bien, el silencio —su doble inalienable—, la novela de Sagasti construye una constelación de historias, escenas y reflexiones. El big bang de la constelación que es la novela lo conforman las variaciones que Bach compone para dar sueño al conde Keyserling, y que muchos años más tarde interpretará Glenn Gould. Con toda la materia de esa primera explosión, la novela convoca sus planetas: canciones de los Beatles, Las mil y una noches, los cuadros de Rothko, las Vexations de Satie, la sonda Voyager y más. El orden musical y la unidad en el silencio se transforman en el plano que conecta las distintas historias. Es esta una de las elecciones más valientes del libro: no temer nunca enfrentarse con eso que muchas veces ya no queremos ni tocar, el sentido.
A lo largo de siete capítulos, Una ofrenda musical refuerza una forma de narrar que Sagasti investigó también en Bellas artes (2011) y Maelström (2015). La historia no es una, sino muchas, y se pueden leer, a la manera benjaminiana, como relámpagos de intensidad atemporal. El de Una ofrenda musical es un narrador que avanza con una lógica que no es la de los sueños ni la del mundo racional, sino la de un justo medio: la asociación intuitiva. Su tarea es la del costurero que cose con hilo traslúcido y logra una estructura arborescente que deslumbra.
La bella paradoja final es la siguiente: la apuesta más fuerte de Una ofrenda musical es invisible. Aunque deliciosamente escritas, las distintas historias —parece decir el libro— no importan tanto; ni la de del conde, ni la de Gould, ni la de la mejor canción compuesta por los Rolling Stones (una que nunca grabaron), ni la de Sherezade, ni todas las que podrían indefinidamente sumarse a esta constelación. Lo que en verdad importa es la línea asociativa que las hace señalar hacia ese mismo big bang musical y silencioso, como si todos sus personajes dijeran, en éxtasis: “¡eso, eso!”. Narrar, aquí, es intuir y construir correspondencias, de modo tal que, después de leer, uno queda recordando lo que decía Stendhal: que la belleza es promesa de felicidad. O reformulemos: de armonía.
Luis Sagasti, Una ofrenda musical, Eterna Cadencia, 2017, 128 págs.
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