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Violer d’amores, de Américo Cristófalo, es una “noveleta” singular. O mejor aún: una “novelecta”, como dice por ahí el mismo narrador (“me gusta la ce intermedia como un eructo”, “una discreta caca fónica”). La ce, entonces, como una intrusa, como un okupa justo en el medio de la palabra. Una incrustación caprichosa que en cierta manera define la atipicidad del relato de Cristófalo. Relato irradiante, el de Violer, compuesto por fragmentos, retazos, imágenes o “recuerdos” sin conexión o hilo aparente, digresivo y disgregado. Un “destilado a su modo hermético” donde conviven, contrapunteándose, lo trágico y lo cómico. Pero siempre difuminados programáticamente. O casi. Un tour de force (“que va al fracaso”) de elisiones, escamoteos y esfumaturas. Nada que “junte peripecia historia sucesión la columna rota qué hacer qué hacer”. Qué hacer (o cómo es). Algo, sin embargo, se dibuja a medida que pasamos las páginas. Como siempre: el lenguaje mete la cola y sale a decir sus cosas. Así, el sentido cada tanto coagula y “el asunto permanece” (“o sea: hay una historia”). ¿Una historia? Bueno, es un decir. Un decir que es una historia: la historia de la escritura de Violer d’amores. Pero el programa queda un poco dado vuelta y la combinatoria de significantes por momentos dice, significa, nos guiña el ojo. Un poco, no mucho. Pero sí: puntos “inertes”, nombres, apodos, lugares (“allá” y “acá”, Europa y América, ese clásico argentino) funcionan por sí solos a modo de leitmotivs, como los puntos de la costura de una “tela opaca”, indispensables para seguir avanzando —“miradlo, revive, ved cómo se levanta”— por este “oscurecimiento malsano”, por estos “fraudulentos ejercicios de dispersión”, por “este ruido continuo de palabras mal dispuestas”.
La puntuación, la sintaxis de Violer: peculiares torsiones de un relato a la virulé. Lo que interesa, se nos dice, es el boceto “—no ir a enlaces de un detalle al siguiente”. Un boceto que nunca aburre, a pesar de lo que el narrador vaticina cada tanto (“no hay quien aguante”, “carece de interés”, “¿quién va a seguir una cosa así?”) mientras atraviesa —risueño, con el culo al aire— su empecinado naufragio. O sea: los viejos y eficaces trucos de la metaficción. Aires beckettianos que trasunta por momentos el relato de Cristófalo, inmersos en una mezcolanza bien argentina (“peronista”, se nos reiterará —o “dañada”, “estridente”, monstruosa: del español peninsular un poco parodiado a los yeites lingüísticos del Río de la Plata, en un vaivén en el que se cuelan altas citas literarias dadas vuelta con voces como “chapuza”, “pifiar” o “franelero”—); mezcolanza en la que conviven, entre otros, Joyce, Kerouac, Leónidas Lamborghini y Néstor Sánchez: es fácil leer las huellas que va dejando la estela del bote agujereado de Violer.
“El asunto no es escribir o no escribir, el asunto es evitar toda posible doctrina”, dice el narrador hacia la mitad del relato. Y eso es lo que leemos, precisamente, en este bello libro de Américo Cristófalo: “una lengua rara” pero “sin tesis de nada”, “más cerca de su naturaleza fisiológica que del reporte moral” —simplemente: el “margen afligido que dejan las palabras”.
Américo Cristófalo, Violer d’amores, Editores argentinos, 2016, 128 págs.
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