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Ejercer la violencia y padecerla parecería parte de nuestra naturaleza humana; llevar los resultados del ejercicio de la violencia al arte, también. Virgilio, en el libro XII de la Eneida, cuenta cómo Turno, enemigo de Eneas, vence a los hermanos Ámico y Diores, corta sus cabezas y las cuelga en su carro, chorreando sangre. Marcial nutre su Liber de spectaculis de violaciones, luchas de gladiadores y asesinatos de hombres, mujeres o animales, celebrados durante la inauguración del Coliseo romano. Antígona González, poemario publicado por Sara Uribe en 2012 y ahora reeditado, lleva ya en su título el eco de una tragedia muy antigua.
No se trata de un poemario en el sentido tradicional; en una nota final, la autora lo define como “una pieza conceptual basada en la apropiación, intervención y reescritura”. El trabajo poético de Uribe se ha nutrido de un ejercicio bien orquestado de curaduría: buscar, recopilar y ensamblar docenas de testimonios de fuentes muy distintas, en su mayoría procedentes de periódicos y blogs, cuya inmediatez permite medir la urgencia de estos materiales, para plasmar la experiencia de sobrevivir a los desaparecidos. A través del personaje de Antígona González participamos de la incertidumbre de esperar por un desaparecido, Tadeo, sin poder dejar de esperar. De buscarlo sin encontrarlo ni poder dejar de buscar. La poesía que necesitamos hoy está en los periódicos, en los blogs, en Twitter, y de ahí la rescata Sara Uribe, algo que está presente desde “Instrucciones para contar a los muertos”, al comienzo del libro: “Uno, las fechas, como los nombres, son lo más importante. El nombre por encima del calibre de las balas. // Dos, sentarse frente a un monitor. Buscar la nota roja de todos los periódicos en línea. Mantener la memoria de quienes han muerto. // Tres, contar inocentes y culpables, sicarios, niños, militares, civiles, presidentes municipales, migrantes, vendedores, secuestradores, policías. // Contarlos a todos. Nombrarlos a todos para decir: este cuerpo podría ser el mío”.
El efecto de las partes ensambladas como un todo es sobrecogedor: ya no se está frente a un poema, sino delante de un documental de voces vivas y vibrantes. La experiencia personal, subjetiva, se diluye en la experiencia colectiva de las otras antígonas, mexicanas y latinoamericanas. El horror se acepta más fácil cuando se comparte, porque sólo así se comprende. Albergar la voz del otro en el propio discurso es un ejercicio de empatía. No podía ser de otra forma. Luego de la publicación en 1971 de La noche de Tlatelolco. Testimonios de historia oral, de Elena Poniatowska, José Emilio Pacheco reafirmó su voluntad de contar una tragedia no desde su punto de vista, por fuerza limitado, sino desde el punto de vista de la colectividad, en un poema de enorme fuerza y dramatismo: “Las voces de Tlatelolco (2 de octubre de 1978: diez años después)”. Rosario Castellanos, en “Memorial de Tlatelolco”, también recurre al sujeto colectivo en primera persona (“recuerdo, recordamos”). Esta lección será fundamental para ejercicios de denuncia social basados en el collage, una técnica que Cristina Rivera Garza reactualizó en “La replicante”, publicado en País de sombra y fuego (2010). Este poema de Sara Uribe, extenso, variado, polifónico, demuestra que el arte verdadero expone, ordena, racionaliza y sublima. Poetizar el horror no para convocarlo, sino para denunciar que con horror no se puede vivir.
Sara Uribe, Antígona González, Sur+ Ediciones, 2017, 112 págs.
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