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El hundimiento de un país deja ruinas y cascotes que tienen nombres propios. En el caso de Venezuela, son los nombres de las mujeres que perdieron a sus hijos muy pequeños durante los apagones de marzo de 2019; los de los estudiantes detenidos, torturados y represaliados durante las protestas de 2017; los de quienes murieron intentando llegar a otros lugares, cruzando —a veces en soledad— mares, montañas, ríos y selvas; los de quienes se quedaron a punto de llegar, o perdieron la vida después de pisar una tierra cualquiera que tan sólo prometía un poco de dignidad. Atrás queda la tierra, el terruño, que puede ser Caracas o Maracaibo o, en el caso de Arianna de Sousa-García, Puerto La Cruz. Atrás quedan las familias, los recuerdos, los momentos felices. Y, “a pesar de las sospechas, los ‘hasta pronto’ nunca se constituyen como un adiós”.
De Sousa, periodista de formación y vocación, tras su paso efímero —obligada por su padre— por la industria gasística nacional, ha alumbrado desde Chile un formidable y honesto ejercicio de periodismo autobiográfico. La crítica señala a la peruana Gabriela Wiener y su Llamada perdida (2018) como uno de los primeros ejemplos de esta forma de narrar, autobiográfica, poliédrica, basada en datos verificables, entrevistas y hechos reales. Incorporada a la redacción de El Tiempo, un referente mediático en el oriente venezolano, sus primeras investigaciones tienen que ver con los apagones y sus consecuencias sobre la población más vulnerable, y sobre el llamado Plan Bolívar 2000, que prometía llevar comida a las familias más necesitadas, utilizando al ejército, y que fracasó en medio de la corrupción y la ineptitud.
Hugo Chávez llega al poder elegido por el pueblo con las elecciones de diciembre de 1998. Mucha gente lo vota, también lo hace el padre de la autora. La descripción de ese proceso, de la actitud de su padre, que “creyó en él como lo hicieron todos nuestros padres: con los ojos cerrados”, aporta a este libro desnudo ese punto de análisis que suele escapar a los grandes centros de investigación internacionales: la ruptura interna, la fractura intrafamiliar, el dolor de ver que en la propia casa reside quien sostiene el régimen odioso que irá destruyendo el propio país.
La oportunidad de emigrar, desvanecidas las posibilidades y marchitas las esperanzas, surge en octubre de 2016, y el rumbo es Chile. Un país que, como tantos otros, no será tan acogedor como cabría esperar de quien sabe de emigración y exilio. No es complaciente De Sousa con su nación de acogida, que es áspera, incómoda, vigilante. Las páginas que denuncian esa falta de empatía, por no hablar de rechazo, recuerdan el glorioso testimonio de Osvaldo Bayer, que fue conminado a guardar silencio tras denunciar la visita de negocios de una delegación industrial alemana a su país, Argentina, en 1976, para vender armas a la dictadura represora y salvaguardar así los puestos de trabajo afiliados al poderoso sindicato IG Metall.
A los inmigrantes se les exige trabajo duro, silencio, gratitud e invisibilidad. En cualquier lugar del mundo. Casi ocho millones de venezolanos viven en Colombia, Perú, Brasil, Bolivia, Estados Unidos, España. Muchos de ellos han recorrido cientos de kilómetros a pie, en jornadas extremas de hambre y terror. Ahora gobierna Venezuela el “presidente heredero”, demostrando que ya es global el fenómeno árabe de las repúblicas hereditarias (hallazgo conceptual del gran periodista español Tomás Alcoverro). “Hablamos poco de la ingenuidad que hay en irse”, escribe De Sousa, porque todo el mundo espera que sea algo transitorio, reversible, temporal. Pero los años pasan, los corruptos permanecen, y cada día más y más gente toma la decisión de dejarlo todo atrás, lo tangible y lo inasible, los afectos, las complicidades, los abrazos que nunca volverán a darse.
Arianna de Sousa habla de ella, de su hijo pequeño que se lleva a Chile, de sus padres chavistas, de sus compañeros de redacción, de sus amigos estudiantes. Y también de las madres huérfanas de hijos, de quienes murieron persiguiendo el paraíso, de los que llegaron al destino sólo para saber que la mala suerte es un animal de presa cruel y concienzudo. Escribe todos los nombres. Hay ocho millones de maneras de morir y vivir, y todas ellos conforman la identidad de la devastación de Venezuela. “Sus cuerpos erigidos sin voz me piden que no olvide. Que no los olvide”, anota De Sousa, humanizando la tragedia de un país en llamas, colapsado y abismal.
Arianna de Sousa-García, Atrás queda la tierra, Seix Barral, 2024, 144 págs.
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