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Búfalos salvajes

Ana Paula Maia

LITERATURA IBEROAMERICANA

Esta novela de Ana Paula Maia, en traducción de Mario Cámara, narra una fábula en principio sencilla: Edgar Wilson, su protagonista, se sube a su camioneta para dedicarse a diario a recoger cuerpos de animales muertos en la ruta. La acción se despliega en un territorio ambiguo ubicado en algún lugar de Brasil. Una tarde, y en medio de su rutina, en una estación de servicio, se le acerca Espartacus, hombre taimado que tiene la intención de hacer negocios con él: lo invita a volver a trabajar en un viejo matadero. A un lado se ha instalado, en el mismo terreno, un particular espectáculo: “El circo de las revelaciones”.

Más tarde, y mientras conduce su camión, Wilson encuentra un perro lastimado y junto a él un payaso en agonía: “El payaso está muerto. Su alma, enteramente en todas partes sin estar en ninguna parte”, dice la voz narradora. Sin duda, todo lo que sucede en este territorio se integra a ese espacio cenagoso y lóbrego donde se ha suspendido toda certeza respecto de vida y muerte, realidad e invención, sueño y vigilia. “Todavía estamos en movimiento y seguimos vivos”, apunta el texto y lanza una premisa inquietante que acompaña el despliegue de la historia. Se nos repone, además, que es por una epidemia ocurrida en una época anterior que toda esta topografía se ha teñido de muerte. “La oscuridad que envolvía la tierra, llevándola a los abismos de un dios, no era más que el sol cubierto por el humo de graves incendios que asediaban los pueblos y avanzaban hacia las florestas, el pueblo lamiéndolo todo a su paso, para detenerse sólo al llegar al mar”, o, más adelante: “El mundo no se terminó. Tras la oscuridad que invadió los cielos a media tarde, insinuando un apocalipsis bíblico, con una invasión de langostas y muertes sospechosas por doquier, lo que siguió fue el silencio y la locura”. Si el trabajo de estos hombres se funda alrededor de ese matadero de búfalos, cuya carne intentan vender, el orden de lo inesperado irrumpe con fuerza cuando Wilson se entera de la existencia de Azalea, una muchacha del circo en cuyo número —acompañada de una gallina degollada que se mantiene viva— es capaz de ver el futuro. Bajo estas condiciones, se sostiene un texto minado de incertidumbre y ambigüedad en una permanente zona de vacilación, rasgo capital del modo fantástico. Es preciso señalar también que, a la manera de un texto de clara impronta gótica, en línea con los universos rurales de Faulkner o, más acá, de Cormac McCarthy; en entornos plagados de animales, plantas y peones como supo desplegar Guimarães Rosa, en el texto de Maia los personajes están varados en una suerte de marasmo que los inmoviliza, donde la muerte penetra el paisaje, las atmósferas, a los animales y a las personas que conviven con ellos. Hay, por ejemplo, un crematorio que antes se utilizaba para el ganado enfermo y que durante aquella epidemia fue usado para deshacerse de gente, hay también una iglesia repleta de cráneos donde están aquellos que perecieron en la catástrofe y cuyos huesos tienen la marca de su sacrificio. En medio de todo aquello, Maia compone una indagación sobre el universo masculino, habitado por una galería de memorables personajes, tales como Edgar Wilson, Espartacus, Tomás, Bronco Gil o Américo. Los animales están ahí, los observan, por fuera del mal pero encerrados bajo la misma condena. Los búfalos miran y son mirados, la muerte se inscribe en sus ojos. Sin embargo, y pese la copiosa profusión de signos alineados con esa idea de la catástrofe y la tensión, la narración destila, por momentos, una excesiva artificiosidad que no termina de coagular en un relato del todo verosímil. Tiene, no obstante, sus puntos altos y de lirismo en los momentos en que la voz narradora se permite ciertos remansos que no persiguen el avance de la trama. Estas observaciones elevan el texto y los acontecimientos a un lugar inesperado.

 

Ana Paula Maia, Búfalos salvajes, traducción de Mario Cámara, Eterna Cadencia, 2025, 128 págs.

5 Jun, 2025
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