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Cosa negra debe leerse, por un lado, como parte integrante de una vasta genealogía de textos contemporáneos que hilvanan las vivencias de las disidencias sexuales latinoamericanas en el mundo globalizado. Por otro lado, al menos por la serie de coordenadas que la atraviesan en su origen —identidad sexual, territorio—, como continuadora de una tradición quizá iniciada por voces de proporciones considerables como las de Lezama Lima, Sarduy, Piñera o Arenas, autores que se sumergieron en el universo de los pájaros (forma coloquial de llamar a los homosexuales en Cuba) en fricción con el régimen socialista e hicieron de estos escenarios su laboratorio de escritura.
Este libro, no obstante, de una retórica acaso más transparente y sin operaciones textuales ornamentales o ensortijadas, sin el exceso lezamiano que Chitarroni llamaba a leer a la manera de una pintura, propone, empero, un juego más cercano al que supieran amarrarse las obras que Ludmer denominó como encarnaciones de una literatura posautónoma.
La novela retrata el cotidiano de Eliel, un joven gay negro que trabaja en un bar de camarero y cuyo deseo sexual lo motoriza a sucesivos encuentros eróticos, a intercambios con desconocidos con los que tropieza en redes sociales y dispositivos de geolocalización que son traducidos al texto en la forma de transcripciones de chats o de mensajes de celular.
En Cosa negra el narrador opera con un elemento llamativo, el uso de una voz en segunda persona que parece posicionarse y recuperar el eco de materiales residuales de la cultura oficial, tales como las revistas femeninas o los libros juveniles hablándole a su lectorado: “Dice tu amiga Yeni, que es la otra camarera de tu turno: el sexo, como la comida, entra por la nariz, los ojos y la boca”, o con expresiones del tipo “Odias que Grindr te notifique las distancias en pies. Tienes que configurarlo para que te salga en español y con unidades de medidas normales para ti. Qué pereza”. El libro retrata, entonces, la cartografía sexual y afectiva de Eliel a medida conoce y gestiona aquellos contactos sexuales. Una gran porción del relato, no obstante, se detiene en el retrato del vínculo con Jordi, muchacho blanco con el que todo se vuelve una catástrofe dados sus propios prejuicios raciales, que asocian el conflicto a la negritud. Sin duda los elementos más valiosos del texto brotan en los segundos planos, por ejemplo, en la asociación que Eliel traza con India Jonás, una travesti de su barrio que lo salva de un robo y con quien construye un vínculo memorable que no ahorra en desplegar un atractivo léxico, que enhebra expresiones del slang queer con anglicismos castellanizados. Sin dudas en estas grietas emergen poderosos registros de una oralidad caribeña, a la par que se exhibe la precariedad de estas comunidades sexuales que, por ejemplo, deben ir a las plazas públicas para tener wi-fi y leer los mensajes de sus amantes. En esos tramos también se despliega una semiótica propia de las disidencias sexuales que se desplazan por el espacio de la ciudad: “Los que son pareja marcan territorio con manos unidas, besos, risas sobreactuadas y chequeos paranoicos en derredor. Los solteros publicitan su albedrío con ojeadas curiosas e insistentes. Los hay quienes suben el mentón y levitan en la cola como divas inalcanzables. Las mujeres van engalanadas y ostentan sus trapos, afeites y gangarrias para impresionar, quieren sentirse reinas y pasarla bien sin el acoso de los torpes machos”. En otras zonas, además, el texto declara en primera línea su perspectiva sobre la vida de las minorías en Cuba y allí vuelve a recordarnos a espíritus como los de Reynaldo Arenas: “Si me permites, te voy a mostrar qué han hecho alrededor del mundo, durante años, las mari-luminarias que han venido construyendo la libertad queer que no nos deja tener, con real plenitud, el socialismo machista, homofóbico e hipócrita en el que vivimos”. En estos intersticios, sin duda, el texto exhibe toda su fuerza y actualidad.
Andrés Asevís, Cosa negra, De Parado, 2023, 232 págs.
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