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“¿Por qué llueve tanto en Tokio?”, se pregunta el escritor salvadoreño Horacio Castellanos Moya (1957). Y enseguida vuelve a su tono de extrañeza interior: siente que “alguien” le está “chupando hasta el último jugo”. Como si lo violaran fantasmas en la noche. Es la nota 183 (son 309) de Cuaderno de Tokio. Los cuervos de Sangenjaya, un diario aleatorio donde el narrador centroamericano —sin evadir la sordidez de sus estados de ánimo— da cuenta de los seis meses que pasó becado en la capital japonesa. Cada frase suya, aquí, es una confesión y un enigma: más escatima los datos, más expone el exasperado o cínico o gastado sentimiento que lo roe.
Castellanos ha publicado varios libros, entre ellos El asco (1997) e Insensatez (2004), títulos que podrían aplicarse a este volumen: “Necesito recuperar […] el asco hacia mí mismo y hacia lo que me rodea”, expresa. Y luego: “Comprender lo que haces en esta pequeña habitación, en esta metrópoli, en este lado del planeta, es un reto que te rebasa”. Igual viaja a Osaka en tren bala, visita bibliotecas, templos, paisajes, restaurantes. Ingiere carne de ballena cruda y no se muere tras comer pez globo. Aunque camine por las calles, libra una sorda batalla mental: contra una mujer ingrata, contra sí mismo, contra la escritura, contra el deseo que lo muerde.
Mientras redacta un ensayo sobre Kenzaburo Oé, rumia sus propias dificultades: “¿Y si volviera al cuento?”, especula. Es que pretendía dar forma a una novela “que intuyo pero no consigo atrapar”. Despierta sin ganas de escribir, traga pastillas para la hipertensión, acecha los gemidos sexuales en la habitación vecina. Y se pregunta si no será víctima de una depresión por “el coño perdido”, léase esa dama a la que añora y aborrece: “Descubres —se dice— que eres incapaz de perdonar”.
Unas piernas de colegiala atraen su mirada. Su amigo R —japonés— le advierte que “la ley es tremenda”, y que “por nada en el mundo se me vaya a ocurrir tocarle las nalgas a una niña en el metro”. ¿Pensaba hacerlo? Queremos creer que no.
Es un escritor en tierra extraña, y ese territorio es también su cabeza. Estas notas se dividen entre las que aluden, con mayor o menor asombro, a un espacio real —ciudades, bares, transeúntes—, y las reflexiones más o menos oscuras de un narrador que oscila entre la vanidad y el fracaso.
Castellanos habla desde un “yo”, pero también hacia un “tú” que es él mismo. No da nombres, sólo iniciales. Escribe con humor gris. Cuando llama “traidora” a aquella mujer, quizás hable de su propia persona: “La mujer que [tú, Horacio] has sido”, la que “te ha dictado lo que despertaste en la mente de las otras”. Nada es muy claro en términos fácticos, pero esa frase no es banal: penetración psicológica, relatividad de puntos de vista. O sea, literatura original.
Una japonesa elegante le pide una cita. “¿Cuándo fue la última vez que me llevé a la cama a una mujer casada?”, hace memoria Castellanos. Ya en el restaurante, se insinúa. No obtiene respuesta. Hasta que se le aclara la mente: ella sólo quiere que le revise un texto en español.
Más que un diario de actividades, Cuaderno de Tokio es una exploración de frustraciones. “Tanto esfuerzo del espíritu —acota el autor— para tratar de conseguir una recompensa de la carne”. Por fin se despide de Tokio: “No quieres partir. Pero tienes que partir”. Y en todo ese tiempo, ¿logró consumar? Nunca lo sabremos.
Horacio Castellanos Moya, Cuaderno de Tokio. Los cuervos de Sangenjaya, Hueders, 2015, 84 págs. (Una versión de esta reseña se publicó en Las Últimas Noticias, Santiago de Chile, el 21 de agosto de 2015).
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