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Hay el lugar común que dice que todo viaje o aventura se acaba convirtiendo en una búsqueda interior: lo que Miguel Ángel Hernández nos propone en El dolor de los demás de una forma aparentemente muy sencilla termina siendo en realidad un artefacto mucho más complejo y atractivo de lo que pudiera parecer a simple vista.
Parte la trama de un traumático suceso que vivió el escritor de adolescente, cuando su mejor amigo mata a su hermana y se tira por un barranco. Ese recuerdo lejano trata de olvidarlo, lo mismo que la infancia monótona en la huerta murciana cuando deja atrás la vida de pueblo para hacer carrera y dedicarse a intereses más sofisticados. El volver al pasado y a hurgar en las heridas abiertas es un excelente punto de partida para el propósito de cualquier autoficción, y es ese camino de ir sumergiéndose en las profundidades de lo real el que se va relatando con cierto pormenor, y es el responsable de la originalidad de la propuesta. Porque cuando Ryszard Kapuściński afirmó que los cínicos no servían para el ejercicio del periodismo y que los cronistas debían ser además buenas personas no llegó tan lejos como Hernández, que se pregunta a cada momento por los límites de lo que puede y debe contarse sin provocar o revivir el dolor ajeno, y nos lleva a interrogarnos a nosotros sobre qué hubiera sido de A sangre fría si Truman Capote hubiera aplicado con el mismo rigor el imperativo categórico. Ciertamente, autores como Karl Ove Knausgård pueden llevar a cabo un ejercicio de introspección descarnado y mostrarse a tumba abierta; pero cuando estás trabajando con las biografías de tus seres cercanos o de aquellos con los que interactúas con el fin de publicarlo, ¿dónde marcas el límite de la intimidad ajena, del respeto al Otro? Manuel Vilas, que se ha desnudado en Ordesa hasta el desgarro, tiene sin embargo el recato de enmascarar los nombres de sus familiares, y cuando se refiere a ellos no es siquiera con iniciales, sino con los apelativos de músicos célebres. Aquí, Hernández advierte a los testigos del suceso y a aquellos que le brindan su ayuda y su consejo para la investigación (casi pidiéndoles permiso) que van a salir en su novela. Y son ese pudor y ese encomiable sentido ético que nos va mostrando conforme avanza su investigación lo que va haciendo que su obra no avance precisamente como una novela de Emmanuel Carrère, porque las dudas y los reparos sobre lo que se puede desenterrar y aquello que no logran ir desactivando cualquier interés morboso, para conducir al lector hacia otros terrenos bastante más fértiles.
Así, y al igual que Tristram Shandy iba dilatando el discurrir de la obra para detenerse en otros detalles, lo que hace en realidad Hernández es introducirnos en el proceso de escribir una novela, lo va narrando minuciosamente desde su génesis hasta su plasmación, y así el asistir a sus ensayos, a sus indagaciones y pesquisas, a sus estrategias y temores se convierte en la verdadera materia de lo contado, y nos encontramos con que leer cómo se trata de escribir una historia puede ser a la postre mucho más interesante y adictivo que las razones absurdas y seguramente banales por las que una persona decide acabar con la vida de otra. Y es la empatía y la capacidad de ponerse en el lugar del otro lo que acaba por distinguir la personalidad y el estilo del autor, que aborda la crónica sentimental del reencuentro con sus raíces con una educación y sensibilidad exquisitas, afrontando con valentía su sensación de desclasamiento y reconciliando el extrañamiento de lo olvidado con una creciente melancolía por lo que se ha dejado atrás, para descubrir a la postre, al desempolvar esos rincones perdidos de su memoria, que la conformación del yo adulto se asienta en el compendio generoso de todas las personas que has sido.
Miguel Ángel Hernández, El dolor de los demás, Anagrama, 2018, 312 págs.
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