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Despreocúpate de la coherencia, dice un comentarista del Tao; a cierta edad la vida se revela como una recua de muertes y nacimientos; unas personas suceden o sustituyen a otras; lo importante es no cargar los cadáveres en el lomo. Como se ve en Los que fui, Henri Michaux pensaba más o menos lo mismo pero era más cómico y más apremiante. Escribir era para él una huida de la fijación, pareja a su aversión a la cámara de fotos. Al nacer le habían puesto Henry. Para averiguar cuánto influía el nombre propio en la existencia se transformó en Henri, pero antes sepultó al que había firmado la obra anterior bajo una descarga de apólogos disparatados, una excedencia del surrealismo. Los habría olvidado de no ser porque en 1927 Jean Paulhan lo convenció de publicarlos en la Nouvelle Revue Française. Esa serie, Qui je fus (Los que fui), es una proclama de incongruencia interior y fastidio por lo siempre irresuelto: “Estoy habitado; les hablo a los que-fui y los que-fui me hablan. A veces experimento una incomodidad, como si yo fuese extranjero. Ahora mismo forman toda una sociedad y acaba de ocurrirme que ya no me oigo a mí mismo”. Los meros títulos de otras piezas (“Técnica de la muerte en la cama”, “Árboles en catalepsia”) esquivan las definiciones; ni surrealismo ortodoxo, ni chiste patafísico, ni autoficción loca. En vez de arrastrar los cadáveres, Michaux fue incorporando las voces de sus antecesores, dejó que sedimentaran y salió disparado hacia otras. Médium con un riguroso sentido mediúmnico, hizo todo el arte que podía hacerse a través de la pluri-entidad transitoria llamada “Michaux”; el resto del infinito expresable lo dejó insinuado para los que vendrían. Es un clásico moderno al revés: sus varios volúmenes (La Pléiade) se resuelven en una impronta, huellas de explorador, constancias del paso de un viento por lugares no siempre irreales. Según donde lo interceptemos, viene de viajar por Asia, Ecuador o Egipto, de pintar en viaje mezcalínico, de invalidar la escritura automática de Breton o charlar de ciencia con Cioran; viene del abatimiento extremo, de experimentar con estados anormales para entender la normalidad, de escribir sobre arte, de abjurar de la droga (miserable milagro) o cantar al “inefable vacío”, siempre rumbo a un nuevo inconformismo, “solicitado sin tregua por el gran espacio del futuro”. Como el pensamiento era más rápido y plural que la palabra, se apresuró a escribir (o pintar signos sin contenido), consciente de que no iba a atraparlo. “Sabe usted que irradiamos, que nos lanzamos fuera de nosotros en todas direcciones, o solamente en línea recta; y lejos de esos fémures inmóviles, de la propia e inmóvil caja torácica, hacemos viajes de lo más extensos. Es el alma la que se va, sola, rápidamente…” (“Evasión”). Y en vez de empaquetar cada pensamiento en una forma particular —dice Bernard Nöel en el prólogo— trabajó en “esa invención que de todos los géneros —ensayo, relato, poema— hace uno solo para gratificarlos todos, y como a la ligera, con un florecimiento tan matizado como sutil”. Empezando por Borges (¡lo siento!), los poetas argentinos entendieron y recibieron a Michaux muy pronto. Los que fui —este libro que hacía falta, traducido ahora por Ariel Dilon con una frescura ecuánime, atenta a las piruetas y desfachateces del vocabulario de Michaux, fiel a sus disneas métricas, a la sombra que se filtra por la claridad de las frases, a las incursiones en la ciencia— contiene no sólo los textos en que esa invención empieza a fluir, sino síntesis, reseñas y microensayos del joven Henry Michaux y el ingreso del sucesor Henri en la poesía, dinamita en mano: “y glo / y glu y deglutió con su nuera / gli y glo / y deglutió su pie / que gli que glu / y se englugliglorelá”. Cuesta creer que años más tarde la misma mano escribiese “Nosotros dos aún”, una de las elegías más estremecedoras del siglo pasado. Es que en su denodada persecución del pensamiento, Michaux se propuso incorporar todo lo que se resistiera a la amoladora del estilo. Nunca capituló con el silencio. Su “esperanto lírico”, su surtidor de metáforas y aforismos (“El cuerpo es alma a la que ha sobrevenido un accidente”), su tesoro de la anomalía léxica, no son versiones extravagantes de un sentido que haya que adivinar. Son precisas; y si bien no ocultan el objeto más deseado, lo transportan. Su jadeo musical es un modo del razonamiento. La aceptación de ser otro o unos cuantos no es rara en la literatura moderna; está Rimbaud, claro; está el elenco Pessoa, están los dos Borges, están los y las novelistas polifónicos. Lo excepcional en Michaux es su fisiología poética: sucesivamente asimilados, los que iba siendo le renovaban la energía motriz y la imaginación. Los residuos los eliminaba sin problemas: “He nacido agujereado”, escribió. Así de liviano, podía extraviarse. “Entre lo maravilloso y lo que sea, no vacilo: ¡viva lo maravilloso!”. Constancia en el cambio, aplicación, coraje para ir a ver y para hacer cosas con él mismo y con el lenguaje: Michaux obró. Aquí algunas pruebas.
Henri Michaux, Los que fui, precedido de “Los sueños y la pierna”, “Fábulas de los orígenes” y otros textos, prefacio de Bernard Noël, traducción de Ariel Dilon, Paradiso, 2018, 224 págs.
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