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Alan Courtis es una figura caleidoscópica que ha cruzado la frontera que define para sí la práctica musical. Uno de los artífices de Reynols, rareza argentina en The Wire, pero mucho, muchísimo más que eso. Recientemente ha presentado Discographisme Maison / Homemade Record Sleeves, libro coeditado con el francés Patrice Caillet, una reflexión sobre una práctica y un modo de estar en el mundo que se extingue: el coleccionismo, en este caso de vinilos. Esa fascinación por la deriva, siempre descentrada, lo ha llevado a interactuar con Lee Ranaldo, Keiji Haino, Jim O’Rourke, Merzbow, Ōtomo Yoshihide, David Toop y Pauline Oliveros, entre otros. Puede saltar a su vez de una acción artística que tematiza El grito de Edvard Munch a conspirar junto con Pablo Katchadjian en No arredran. Antología de citas impropias (la presentación del libro tuvo su capítulo musical: gusto compartido por la materia y la textura, la pedalera y el ruido).
“Errar” es un mandato. No hablamos necesariamente del equívoco, que muchas veces puede ser productivo en el arte, sino de una predisposición permanente al tránsito, a ir de un lugar a otro, de Japón a Noruega, del Polo Norte a Nueva York, de Francia a Ucrania o México. Cada ciudad, un entrevero artístico, y muchas veces una grabación. Por eso, su discografía es tan expansiva, como la de un mapamundi personal y colectivo.
La amplitud de Courtis (pensada como comprensión, apertura sin confines, y también, desde la misma acústica, una magnitud, un coeficiente de volumen) se inscribe en su propia guitarra, el equipaje esencial cada vez que da un salto; ha dejado su marca bajo distintos procedimientos: guitarra distorsionada clásica, intervenida, cultora del noise, yendo de Hendrix a Derek Bailey y Fred Frith, y toda la progenie que suele encasillarse en la categoría “experimental”.
Ahora, en esta fracción de tiempo, el siempre mutante Courtis se muestra con la guitarra eléctrica por lo general “limpia”, es decir, despojada de procedimientos que puedan alterar la calidad “natural” del sonido. Y lo hace junto con David Grubbs (ex Bastro, Gastr del Sol y Red Krayola, por citar algunos de sus itinerarios), autor de un bello y heteróclito disco, The Spectrum Between (2000), y con un recorrido que encuentra semejanzas al de su socio ocasional (además de la música, claro, el libro, la intervención artística, pero, también, la academia y la enseñanza).
Los dos prolíficos autores encontraron en sus guitarras, coloreadas por la reverberación y el uso del espacio, un punto de convergencia en Braintrust Of Fiends And Werewolves. “Hinterhalt”, el primer corte, presenta las credenciales de este dúo ocasional. La música contenida en sus seis pistas tiene un carácter improvisatorio, aunque ceñido a materiales que, pautados o fruto de un comienzo azaroso, son susceptibles de un abordaje temporal, adquieren consistencia y hasta pueden tomar la forma de una canción sin voz, como en el caso de la pequeña pieza que le da nombre al disco. “Song of Fence” ya se separa de la “pureza” inicial, accidente rugoso que nos devuelve a la calma de “Varsovia y Esparta”, apenas una estación antes del final, “Airbone Particles of the California Central Valley”, que, podría señalarse, se parece más a lo que identifica a estos dos músicos. El mejor cierre posible.
Courtis está condenado a repetirse, pero, en su caso, hablamos de un gesto de permanente distancia respecto de lo hecho. Nunca lo encontraremos en el mismo lugar y bajo la misma máscara. Por eso seguimos sus pasos. Para volver a sorprendernos.
Alan Courtis / David Grubbs, Braintrust of Fiends and Werewolves, Husky Pants Records, 2023.
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